Rufa Bufa (2)

…que había un metido para las maniobras de aparcamiento. Pues bien, allí la parejita empezó a experimentar el embrión de una pasión desenfrenada. Al día siguiente, las vecinas maliciosas le preguntaban: «¿Dónde estuviste anoche, tunanta?». Y ella, con su candidez, respondía: «¡En los portones, con Alfredo!». «¿Y qué te hacía tu novio?». «Me metía la colita». Y las viejas, ávidas de novedades, husmeaban: «¿Dónde?». A lo que Isabel se señalaba hacia el bajo vientre: «¡Aquí, y me daba un gustirrinín…!». Empezaban las comadres a hacer conjeturas, e incluso la madre, al enterarse, dijo que eran niñerías, que su hija era una inocentona, que esas cosas se las inventaba. Sí, sí… El invento fue un tambor como una catedral, que obligó a la familia a casarlos a escape. Menos mal que la criatura no llegó a vivir y se ahorraron tener otra tonta. La madre y el hermano vendieron la casa, le dieron su parte a la pareja y se fueron a vivir a una gran capital, donde al chico, gracias a las fatigas, idas y venidas de la madre, moviendo papeles, le dieron trabajo en una institución benéfica, donde, aparte de su sueldo, tenía incentivos de producción, pagas extras y regalos que le daban los clientes. Fue entonces cuando Rufa empezó, como se suele decir, «a peer en botija», presumiendo y fardando de gente con dinero, comprando un pequeño apartamento y un adosado en primera línea de playa. Allí conoció a Cosme, un solterón pobre, desgalichado, muerto de hambre, que dormía en la playa. Se fue a vivir con ella y aquello parecía una verbena, de risas, comilonas a base de corderito asado, mariscadas, deliciosos postres y taxis para todos lados…

Continuará.

Kartaojal

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