Esta semana, un algoritmo matemático creado por una conocida compañía de teléfonos móviles ha completado la «Sinfonía inacabada de Schubert». Comprenderán que la perplejidad haga que no me llegue la camisa al cuerpo y contemple este asunto como el principio del apocalipsis, como la primera de las señales del inicio de las mil distopías imaginadas por el cine y la literatura. No creo que el espíritu humano pueda reducirse o reproducirse a través de una, por más o menos compleja que sea, operación matemática; por mucho que esta rama del saber esté presente en todos los aspectos de nuestra vida cotidiana. Aún me queda la certeza de que aquello que nos hace humanos está más allá de poder fabricarse en serie o formar parte de una cadena de montaje. La inteligencia artificial se queda en nada porque es incapaz de procesar los sentimientos, las emociones, la bondad, la empatía. Entre Deep Blue y Kasparov, me quedo irremediablemente con Kasparov. Y he elegido a conciencia los elementos que para mí nos hacen merecer el sustantivo humano, porque la maldad, la ambición desmedida, la negación del otro o de los otros, el odio, la borrachera de poder y riquezas, si bien nos acompañan desde el inicio de los tiempos, los veo más como consecuencias precisamente de abandonar o renegar de aquello que finalmente somos en esencia. No en vano, lo niegue quien lo niegue, sólo el amor en su significado más amplio nos salva, nos redime, nos define. El yin y el yang, la dualidad, la bondad o lo perverso dentro de un mismo ser y estar de todo lo que existe lo dejo para los manuales de autoayuda. Ser un santo varón y un perfecto hijo de la gran puta a un tiempo, no lo veo. En términos teológicos, o con Dios o con el diablo.
Siempre he sabido que la clave es saber detectar la maldad y salir corriendo, entendiendo también que toda existencia tiene una infinidad de puntos suspensivos, incluida la propia. Y que la sensación de lo efímero, la constante picazón de que a todo le queda poco más que el último suspiro, como si de vez en cuando todo pareciera tomar la dirección equivocada hacia un edén destartalado. Ahora que no tengo más refugio que el olvido, más hogar que la orilla de una playa con un piano abandonado que no sé tocar, más horizonte que el que imponen los aprendices de Calígula y de Fredegunda de Neustria; un horizonte donde reclaman su premio a tocateja de velorio anticipado de algún incauto. Muchos hablan de democracia y aún no han leído a Spinoza.
Todos nos afanamos en buscar culpables, chivos expiatorios, sin entender que nunca se es del todo inocente, que la «verdad» no siempre está de nuestro lado. Encontrar la voz propia con la que decir lo que uno siente que ha de ser dicho, comprender el íntimo convencimiento de decir adiós a la política como laberinto del absurdo, como agua enfangada, como multiplicador de todo aquello que nos aleja de nosotros mismos.
Comienzo a escribir estas líneas una tarde hostil y ventosa de finales de enero, una tarde donde suena, por cierto, la sinfonía inacabada de Schubert, y me surge la pregunta íntima de: ¿está verdaderamente inacabada la sinfonía inacabada de Schubert? Y no sé qué responderme. Y sé que tampoco importará mucho a mis posibles lectores hallar esa respuesta. Así que dejemos pasar el agua bajo el puente. Y que corra el café por la garganta. El Gimlet, dos tercios de ginebra y un tercio de jarabe de lima, lo dejo para Philip Marlowe en «El fuego eterno». No tengo madera de tipo duro.
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