La primavera, la melancolía y el quiosco «El Tintero»

Cuando todo está florecido, uno se percata de que no hay una única primavera, sino que se solapa una reiteración de sucesivas primaveras donde estalla el color sin reparar en gastos ni en matices. Nada me acerca más a la noción de paraíso que un almendro florecido, que una rosa abierta al sol, que una orquídea silvestre del parque natural de La Mata erguida al viento. El problema surge cuando el paisaje aparentemente está marchito y esconde su piel a la mirada. Ahí es muy difícil entrever la alegría y el bullir de la vida entre la hierba inerte. Y sin embargo está ahí, latente, aguardando el mínimo resquicio para respirar, para mostrarse.
Ustedes ya sabrán de mis manías, de esa tendencia mía, si no a la melancolía, sí al menos a las afueras de la evocación, a aquel territorio que provoca la certeza machadiana de que todo pasa y nada queda… Ando estos días en tierra estéril, en terrenos donde lo humano aflora en su vertiente menos humana, donde el yo nunca esconde el nosotros, donde el nosotros es siempre un escudo tras el que ocultar un yo agigantado. Y sé que la razón y lo correcto no sabe de bandos y la solución es admitir que en la suma de todos está, metafórica y real, la primavera que no vemos. La sobreactuación y el encono son malos compañeros de viaje, y siempre acaban teniendo por destino, primero, el patetismo, y luego, el esperpento.
Y, sin embargo, pequeños gestos, o grandes, según se mire, puntean de añil los ocres oscuros de la ambición. Son tiempos donde la verdadera talla está en saber renunciar, en entender que el juego no acaba aquí, que la vida y los sueños llegan cuando tienen que llegar.
Me levanté hoy con ganas de gritar; de gritar que no acepto la estulticia, la cerrazón de aquellas personas que entienden todo en términos de primero yo y después yo. Lanzo la idea de que, a pesar de su derrota, la cabeza de Orfeo siguió cantando. A pesar de mi aparente fracaso, aún creo en que es posible que la lucidez termine venciendo al egoísmo de unos pocos. Creo con desesperación en la capacidad de poner el contador a cero las veces que haga falta.
Y cambia la luz y cambio el tercio. Así de fugaz y arbitraria es la inspiración. Y algo quiero decirle a Costas, ese ente, entre brumoso y desasosegante, que anda enredado en el quiosco «El Tintero», ese lugar de magia y ayer en la playa del Cura. Esta ciudad no quiere perder su identidad, no quiere renunciar a aquello que nos hace ser lo que somos. Y queremos seguir contemplando los amaneceres y atardeceres lentos de esta Torrevieja nuestra en la mezcla de piedra, arena, lágrimas y esperanza desde la que nuestros abuelos y padres se asomaron al mar un día.

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