La bella Lola de…

¡Ya zarpa; ya sale del puerto, de la bahía, y empieza a surcar los mares, ese barco gallardo, altanero, con su porte altivo y majestuoso! ¿Quién lo pilota? ¿Quién va dentro? No lleva capitán, segundo de abordo, contra-maestre, tripulación… ¡Va sólo un corazón ingrato, que huye de una felicidad eterna, para, con esa sed aventurera de todos los conquistadores, abandonar esa dicha, y se ha lanzado a las olas, sin rumbo fijo. No sabe si el mar lo engullirá, arribará a algún puerto o se estrellará en los escollos de una isla ignota! Allí, junto a la nora que antes sujetaba, con una gruesa maroma, la mole que danza al son de las ondas, está una mujer; no llora: tiene los ojos secos de tanto llanto vertido, pero ha sido fiel hasta el último en que lo ha perdido. Se quita el blanco pañuelo de la cabeza y lo agita al viento, para decirle adiós a ese amor, ido para siempre. Anda unos pasos y se sienta en un banco, con esa espera persistente de las almas nobles. Debería convertirse en estatua de sal, como la esposa de Lot, al tener tan cerca el mar, pero no; el paso de los minutos, horas, días, meses y años, ha hecho de ella una figura rígida y dura de bronce. El cuerpo pertenece a la tierra, pero su mirada estará eternamente frente a la lontananza («Il lontano»), como dirían en Italia, esperando por si alguna vez aparece el objeto de su desamor, de su abandono, aquel corazón al que adorará por los siglos venideros. La gente al pasar y verla dicen: «¡Qué bella mujer! ¿Quién será?». Algún lugareño, alguien que conoce la historia, contestará: «¡Es… La bella Lola, símbolo moreno de sol y sal, emblema de Torrevieja, mujer que fue abandonada por un marinero, que nunca más volvió, y ella (cual heroína de Liechtenstein, cuyos cabellos se volvieron canos en un solo día, por culpa de un mal amor) se convirtió en algo deshumanizado y sólo persiste con los ojos puestos en ese mar ladrón, que le robó el corazón, dejando su alma en carnes vivas».

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