La casa dividida

Leía en la Misa del Jueves Santo la propuesta de intenciones a los fieles para su oración al Señor cuando, ya acabando, me detuve al leer que habíamos de amar a todos, incluso a quienes nos quieren mal. Me vino como un rayo a la cabeza lo ocurrido en relación a la retirada de la Mantilla a la imagen de la Purísima y, en mi entendimiento, el daño gratuito e injusto provocado por hermanos en la fe. Aunque no iba dirigido directamente contra mi persona, esto es irrelevante cuando en verdad o con error crees estar del lado de la justicia que percibes quebrantada y de la caridad hurtada a personas buenas e inocentes. En suma, que al leer percibí, más que vi, una imagen concreta y cercana de ésos que nos quieren mal y me paré, ostensiblemente me detuve, antes de poder continuar y concluir con esa propuesta de ruego al Señor, también por ellos.
Conocí a una mujer maravillosa, ya mayor. Pasó décadas sin pisar una iglesia. De hecho, jamás la vi pisar una a excepción del día en que se casó su nieta. Era creyente pero ni los hombres del clero le inspiraban confianza ni buscaba su guía. Quizás para llegar a eso no fue ajena la falta de caridad de la Iglesia con una mujer que escasas semanas antes de terminar la Guerra Civil quedó viuda, con la mala fortuna de que su joven marido, movilizado a la fuerza en aquellos últimos días de guerra, cayó en el bando perdedor. A la desgracia de perder a su hombre coincidiendo con el nacimiento de su única hija se unió el desamparo por haber caído en el bando equivocado. Esa visión y actitud, tal vez comprensible en términos de política desquiciada y cainita, en modo alguno debió ser compartida por la Iglesia, que mejor habría hecho obrando movida por la caridad, que es amor a Dios y al prójimo.
La falta de caridad de aquel clero provocó grave daño a aquella familia y otras muchas como ella. Ellos incurrieron en gravísima responsabilidad al apartar a muchas almas de quien es Camino, Verdad y Vida.
Recuerdo que, hace bastantes años, almorzábamos tres personas en Alicante. Pregunté sobre un desarrollo negativo en la salud y/o vicisitudes profesionales en mi interlocutor. Fernando Rodríguez Trives me contestó: “la libertad tiene un precio”. Ciertamente, el precio que él -Fernando- había ya iniciado a pagar. Jamás he olvidado ni su expresión ni sus palabras. Temo que la falta de justicia y caridad de la Iglesia le hiciesen sufrir en forma y grado que nunca sabremos.
Sé que otro sacerdote -éste plenamente activo- estuvo cercano a dejar la vida consagrada por la injusticia y falta de caridad con que fue tratado por algún compañero con poder. Gracias a Dios no lo hizo y muchos pudieron recibir de él guía en el peregrinar.
Un año después de la “Operación Gorka”, continúo asombrado por el despropósito. Lo llamé -creo recordar- desvarío y desatino, y no aún hoy no puedo encontrar mejor forma de cualificarlo.
Porque si aquel intento no fue y es pertinaz producto de mera torpeza o falta de tino, necesariamente lo será de algo tan feo como la envidia.
Desde la certeza de que nuestro pensamiento -el de todos y el mío el primero- es siempre imperfecto, opto por la primera posibilidad y disculpo a los promotores seglares del desatino de la Mantilla.
Mucho más me cuesta comprender y disculpar el comportamiento de las personas del clero secular que han intervenido -o en nada han intervenido- en hacer realidad una injusticia.
Porque fue la imagen de esos sacerdotes que pecan contra la justicia y la caridad la que me detuvo en la propuesta de la oración de los fieles.
Palabras de pastores que ahora me suenan a hueco y a falso y, que para aceptarlas he de acudir a las palabras del Señor sobre los escribas y los fariseos: haced y cumplid lo que os digan, pero no hagáis lo que ellos hacen, porque ellos no hacen lo que dicen.
Conductas que me llevan a renunciar al desempeño de toda función en asociaciones canónicas, donde la autoridad puede ser empleada injustamente por un sacerdote que actúa como consiliario.
Sordean, no ven, no reaccionan ante la injusticia. Como en esos casos de escándalo que nos negábamos a creer años atrás y resultaron ciertos.
Y así, pasan los años y causa gran hastío, cansancio y tristeza que la Iglesia, de la que formo parte, transija con la injusticia y peque contra la caridad, en lo mucho como en lo poco, y provoque de forma tan cerril, torpe y ciega, decepción, sufrimiento y apartamiento de sus ovejas.

Francisco Javier Mínguez Parodi

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