El chiquillo era malo de nacimiento y sólo se le ocurrían travesuras y gastar bromas pesadas, como cuando le echó un ascua incandescente, en las piernas, a la chica que fregaba el suelo de rodillas (todavía no se había inventado la fregona). Otro día, jugando con los granujas como él, que, en vez de ir a la escuela, se marchaban al campo y por los escombros de las casas derruidas de la guerra, con los tirachinas en ristre, cargadas con la piedra para «disparar» contra los gorriones, palomas, ventanas, palomillas del tendido eléctrico…, dejando el pueblo sin luz. Un día, en su extremada osadía, trepó al campanario de la Iglesia y, por el hueco de la campana, se hizo pipí, manchando todas las escaleras, mientras el sacerdote dormía la siesta, pero se conoce que un ángel le dio un «aletazo», pisó una tejavana y cayó al vacío, quedando inconsciente yo que sé cuantas horas, sólo que al abrir los ojos estaba anocheciendo. Al poco tiempo se quedó la madre en estado, pero a los 3 meses tropezó con la cabra, se cayó de panza, malográndose la criatura, que, según las vecinas chismosas y cotillas, que en todos los sitios las hay, sobre todo en pueblos de gente retrasada y analfabeta, decían que estaba borracha y no era por la cabra. El matrimonio bebía vino tanto blanco como tinto, cada uno con su frasca hasta casi apurarla; era el niño el que se bebía aquellos últimos tragos mientras sus progenitores roncaban beodos perdidos. Pronto se aficionó el zagal a estas «galguerías», por lo que acabó siendo un hombre alcoholizado que murió con 48 años una noche de tormenta, en la calle, como un perro abandonado.
Kartaojal
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