La cabra salió al monte

La familia había levantado un pequeño pero fructífero imperio de bares, cafeterías, imprentas, papelerías, tiendas de plisados… Todo transcurría de maravilla, tanto que se compraron un gran piso en el Paseo de la Castellana (Madrid), que les costó millones, y ascender en la escala social al codearse con gente de categoría. Tomaron doncellas, cocinera, niñera, dos chóferes y dos porteros para cuidar la finca. A todo lujo, pero ellos siguieron trabajando como siempre, todos menos la pequeña, que les salió «rana». Mala estudiante, maleducada, vaga, sinvergüenza, desobediente y no había forma de hacer carrera de ella. Al fin decidieron meterla interna en un convento de monjas, para que la desbravaran. A poco acaba con ellas; una noche tomó una palmatoria, puso una vela y la prendió arrimándola a las cortinas de terciopelo del Altar Mayor. Cuando las monjitas olieron la chamusquina, entre bomberos, Guardia Civil y ellas con cubos de agua, salvaron medio convento, el resto fue pasto de las llamas, quemándose tallas antiquísimas y de un valor incalculable, reliquias de santos… y, naturalmente, fue expulsada del centro, porque ya tenía la mayoría de edad. Con buen criterio y asesorados por gente experta, decidieron que los médicos le hicieran una histerectomía si no querían que se les llenara la casa de hijos bastardos. Con los años murió el padre y dos años después la madre, dejando en el testamento que se vendiera todo lo que poseían y se repartiera el dinero a partes iguales entre los hermanos. Ella se metió en la droga, amancebándose con un piojoso, que le pego una sarna de la cual murió, joven, arruinada y hecha un guiñapo. No así sus hermanos, que, a día de hoy, siguen siendo gente rica y respetada. La cabra que tira al monte, ya se sabe.

Kartaojal

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