Otra Semana Santa extraña

La deseada llegada de la Semana Santa ha resultado infructuosa para los negocios de hostelería y las agencias de viaje, pues era una esperanza para poder resarcirse un poco de las pérdidas acumuladas por la pandemia, pero, mira por dónde, la irresponsabilidad de muchas personas ha traído como consecuencia que las ratios que ya se habían conseguido se hayan visto alteradas por más contagios y restricciones de movimiento para los deseosos de salir de vacaciones.
Para muchas de estas personas, la Semana Santa no es otra cosa que eso, unos días para escapar de los trabajos e irse a las playas a tomar el sol y algún baño que otro, pero para nosotros, los cristianos, son unos días de recogimiento, de limpiar la suciedad que el desamor deja en nuestras almas y días de perdón y misericordia para con los demás.
Un ejemplo de este perdón, el miércoles 31 de marzo, lo pudimos ver en Málaga, en la cofradía de Nuestro Señor Jesús Nazareno, donde se llevó a cabo una de las ceremonias más hermosas que se dan en esta semana, pues se ha procedido, de acuerdo con la tradición que nos dejó Carlos III, al indulto de dos presos que estaban cumpliendo su condena y al de una mujer que igualmente estaba condenada por tráfico de drogas.
Muchas personas de nuestro país, y cada día más, desconocen lo que es y significa el auténtico amor. Lo estamos viendo en los medios de comunicación, y concretamente en los programas llamados del corazón, donde se destroza moralmente a las personas, incluso a matrimonios, indagando e investigando en sus vidas, lo que puede haber sido una aventura extramatrimonial o un caso desafortunado, para publicarlo sin tener en cuenta el daño que se puede hacer a otras personas.
Igualmente, otras muchas desconocen totalmente la vida de Jesús de Nazaret, el cual no predicó y practicó otra cosa que no fuese más que el amor. Jesús estaba condenado de antemano, Él sabía que tenía que morir y resucitar al tercer día, lo que sus discípulos no comprendían ni entendían. Jesús, en su transfiguración en el monte Tabor, donde le pidió a Pedro, Juan y Santiago que lo acompañasen, éstos vieron, como en una visión, cómo la vestimenta de Jesús se transformó en una luz de un blanco como ningún batanero lograría conseguir, y, hablando con Moisés y Elías, personas que habían fallecido hacía muchos años y que representaban a La Ley y Los Profetas; cuando Jesús acabó, les dijo a los tres que no contasen a nadie lo que habían visto hasta que Él no subiera a los cielos y, además, les dijo que iba a morir crucificado y que resucitaría al tercer día. Los apóstoles no comprendían lo que quería decir Jesús, al igual que otras cosas, por lo que Él les dijo que «ahora no lo comprendéis, pero lo haréis más tarde».
En el Sanedrín, reunidos todos los fariseos por Caifás, el sumo sacerdote, se dijeron que las enseñanzas de Jesús podían revolucionar al pueblo y que los romanos podrían tomar represalias contra él, por lo que era mejor que muriera un solo hombre y no la mayoría del pueblo y, por este razonamiento, condenaron a Jesús a muerte, no sin la contrariedad de Cleofás, que era seguidor de Jesús e impuso al Sanedrín que no se podía condenar a un hombre sin un previo juicio.
Jesús, condenado a muerte de antemano, fue entregado por su discípulo Judas, que lo vendió por 30 monedas de plata. Después de la Santa Cena, donde Jesús instituyó la Eucaristía, fueron al Huerto de los Olivos, donde Jesús oró amargamente al Padre y le pidió que le hiciese pasar de aquel Cáliz, pero que no se hiciese su voluntad, sino la del Padre eterno. Se dice que Jesús, en su sufrimiento pensando en lo que se le venía encima, llegó a sudar sangre.
Esa misma noche, fue entregado por Judas y prendido por los soldados judíos que lo llevaron al Sanedrín ante Caifás, donde, acusado de blasfemo, fue condenado a muerte. Como los judíos no podían dar muerte a ningún hombre, lo llevaron a Pilatos, gobernador romano, para que lo mandara crucificar, pues ellos no tenían potestad para hacer aquello. Pilatos, con tal de calmarlos, ordeno flagelar a Jesús (un flagelo consta de un mango de donde salen tiras de cuero y, entre ellas, llevan entrelazadas piezas y aristas de hierro que arrancan la piel y la carne en cada golpe). Los judíos tenían por costumbre dar 39 golpes, pero los romanos carecían de número de ellos, por lo que Jesús aguantó y soportó golpes hasta su desfallecimiento. Entonces, como Pilatos se lo había prometido, los romanos lo condujeron a Getsemaní, donde Jesús fue crucificado con otros dos malhechores. La crucifixión es una muerte lenta y por asfixia, pues, en la medida que el cuerpo va desfalleciendo y bajando, se produce la misma. La muerte de Jesús fue la muestra de amor más grande que un hombre puede dar por los demás y, antes de su último suspiro, sus palabras fueron: «Padre, perdónalos, pues no saben lo que se hacen». Podríamos llenar varios folios hablando sobre el juicio y la condena de Jesús, pero no tenemos espacio. Solamente decirles que a ella hicieron referencia varios escritores judíos y romanos como: Flavio Josefo, Tácito, Suetonio y Plinio el Joven.

Carlos García

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