Salva Torregrosa
Recientemente se ha celebrado el 150 aniversario del nacimiento de Azorín, a quien debemos el nombre de Generación del 98, esa generación tan extraordinaria -y tan impensable hoy- como fueron Ganivet, Valle, Baroja , Maeztu y los Machado, incluyendo al propio Azorín.
Ciertamente, como indica Ignacio García en su artículo, nadie como Azorín ha fijado su mirada en la realidad en torno suyo, que es la nuestra, en forma de paisaje, cosa humilde o persona sencilla. No le interesaba a su atención la gran Historia ni la algarabía política que conoció bien, sino la intrahistoria cotidiana, silenciosa, viviente, cargada de significados que hemos olvidado y que es el lugar «prepolítico» donde en verdad se juegan nuestras vidas.
Por ello, la obra de Azorín supone un acto de nostalgia, estar «a las cosas mismas», esas que hoy se nos escapan en nuestra confusión aturdida y extraviada. Necesitamos imperiosamente aprender a mirar de nuevo, alejarnos de las imágenes digitales, bit de informadores licuados, arrojados al ruido ensordecedor y al proselitismo interesado y mercantilista. Estamos embotados por el poder que mediatiza y castra nuestra capacidad crítica y nuestra cultura. Totalmente de acuerdo con el planteamiento del autor.
Necesitamos imperiosamente replantearnos mucha cosas, rescatarnos a nosotros mismos en una ciudad desnortarda, sin referentes, con un pasado destruido, rescatarnos e intentar recuperar ese legado inmenso que nos dejaron, con tanto esfuerzo, nuestros antepasados y que algunos se encargan de destruir. Pensando en Torrevieja, al igual que Azorín lo hacía en España, es un buen momento para que descubramos de nuevo a esta generación en una lectura sosegada de verano.
Aquí nos salen ilustres literatos por doquier.