Se podría pensar que vamos a escribir de forma despectiva sobre aquellos que consumen un conocido producto de alimentación que se unta en el pan. Nada más lejos de esa intención, aunque de untar sí que trata.
Los capullos del tulipán es el símil histórico de lo que un día podría pasar con nuestra élite futbolística. Los tulipanes alcanzaron precios desorbitados en Holanda en el siglo XVII, dando lugar a una gran burbuja financiera que constituyó uno de los primeros fenómenos especulativos de los que se tiene noticia. Estos acontecimientos fueron popularizados en un libro titulado «Memorias de extraordinarias ilusiones y de la locura de las multitudes».
Para mucha gente, los tulipanes podían parecer inútiles, sin olor ni aplicación medicinal conocida. Sin embargo, para los holandeses de aquella época, los capullos de tulipán fueron valorados hasta cantidades desorbitadas por su exotismo, llegando a vender lujosas mansiones a cambio de un solo capullo, o flores a cambio del salario de quince años de un artesano bien pagado.
El mercado futbolístico es elogiado por todos los estamentos sociales y políticos, y nadie pone el grito en el cielo cuando se venden los «bulbos balompédicos» a precios desorbitados, ya que aportan un fragante olor medicinal a «pan y circo» que es controlado con pingües beneficios por unos pocos.
Pero un día la burbuja del tulipán estalló. Los precios comenzaron a caer en picado y no hubo manera de recuperar la inversión. Se habían comprometido enormes deudas para comprar capullos que ahora no valían nada. Las bancarrotas se sucedieron y la falta de garantías de ese curioso mercado financiero llevaron a ese mundo a la quiebra.
Quizás sea ése el problema, que estamos creando una sociedad en la que cada vez somos más bulbos… y más bulbas, claro.
Fernando Blanco Gómez
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