Después de patear el mundo, trabajando en múltiples tareas, al fin Rufa encontró un buen mozo, con el que se casó. Tuvieron 2 hijas y el niño, y, cosa curiosa, los 3 eran avispados e inteligentes, a su modo, aunque aparentemente la gente decía que les faltaba un «hervor». Así era: tenían pocas luces. Cuando aquellos 3 mostrencos crecieron, comían más que la orilla de un río. Sus padres no daban abasto para tener dinero con que comprar tantos alimentos. Luisa, la mayor, se sacó el carnet de conducir y se iba de pueblo en pueblo comprando partidas de patatas, tomates o lo que fuera, a bajo precio, regateando, para luego ir vendiéndolas en aldeas olvidadas al doble o triple de su precio de origen; de ese modo mantenía a la familia. El padre se unió a la «empresa» para ayudarla a cargar con tanto peso, pero, mira por dónde, el demonio no puede tener el rabo quieto y, en uno de esos viajes, se les echó encima un camión cargado con vigas de hierro, al que se le habían roto los frenos, aplastándolos, muriendo ambos. Allí quedó la madre, después del funeral y entierro, con los dos tontitos, que se llevaban fatal y no estaban de acuerdo en nada, salvo en comer como mulos. Al llegar Semana Santa, la madre se volvía mico haciendo torrijas, ya que cada uno de ellos se comía unas 300 (y con lo caras que salen). Isabel empezó a tener escapaditas con un vecino, que tampoco era un lumbreras, y se ponían recostados en los portones de la empresa municipal, que encerraba allí, en el inmenso garaje, los autobuses nocturnos. La calle era recta, salvo en aquel lugar…
Continuará
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