Todos tenemos manías y sería inútil negarlo. A mí me cuesta deshacerme de los pocos periódicos que compro, que termino por leerlos del todo o no. Pero algunas reseñas o trabajos me llaman la atención, y los sitúo en sitios donde es difícil perderlos de vista. Por eso voy a contar esta tarde uno que ha estado mirándome, él a mí, y yo a él, unas cuantas semanas y merece ser compartido (desgraciadamente, sin poder despojarte un instante de la angustia que llevamos acumulada una semana con esa peripecia vital como es el rescate del niño malagueño).
El cuento dice: el Papa Francisco, si puede, y yo creo hará todo lo posible por poder, viajará esta año a Madagascar, una isla africana situada en su costa oriental y de una superficie mayor que la de nuestra España (con perdón). ¿Y cuál es el motivo de su viaje? ¿Inaugurar obras imperecederas del progreso o convenciones sabias que organizan los poderes que nos mandan, para mejorarnos la vida sobre todo a los marginados…? No. El Papa va a devolver una visita personal en la capital de Madagascar, que se llama Antananarivo, nada menos que… ¿a quién? ¿A los Jefes de Estado o de Gobierno…? No. A un tal Pedro Opeka, con el que conversó en el Vaticano en mayo pasado en entrevista llena de mutua satisfacción, amabilidad y cariño a raudales y que, como digo, se despidieron hasta luego. Y es que al Papa Francisco este hombre le llena mucho, le mola, como dicen los/as jóvenes. Es argentino como él, sacerdote de la Comunidad de San Vicente de Paúl, y que tuvo un sueño que muchos sueñan: hacerse misionero. ¿Y quién lo guió en su viaje precisamente a ¡Madagascar!? Como creo en los espíritus, estoy seguro de que a éste lo llevó certero el Espíritu Santo, en quien también creo. ¿Dónde está alojado este misionero y cómo prepara el ceremonial de recibimiento al Santo Padre? Lo diré al final. El padre Opeka sabía que la extrema pobreza del país llevaba a que muchas personas, sobre todo niños, visitaran de asiduo un “comedor social” impresionante y extraño. Nada más y nada menos que al inmenso vertedero de la ciudad. El primer día, así, de pronto, vio a centenares de niños disputándose la basura con cerdos y perros. Dice el reportaje que esa noche no pudo dormir… y sólo rezar. Pues bien, ése es el cuento. Este hombre inició sus acciones en 1970, sí, en el vertedero, y aunque los nativos pensaran que pronto se iría de allí, todavía está con ellos. Cuenten los años. Ha unido su existencia humana (¿existencial?) a la de aquella gente. Los logros de la labor que está desarrollando se merecerían galardones y nobeles y premios, pues ha sacado a cientos de miles de personas de la indigencia total. Pero no, dejémoslo estar, y de paparruchas, que nosotros estamos, mientras, disputando palmo a palmo cuantas más mejoras mejor, de nuestro estado de bienestar.
Así que a ese sitio del mapamundi, en ese espacio vital, cual es su vertedero inmenso, el Papa, si puede o lo dejan, devolverá la visita a ese sacerdote-misionero-apóstol, que se llama Pedro Opeka. Once años de edad los separan.
JortizrochE
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