Desde que mis ojos se abrieron, lo primero que recuerdo ver era la abierta y sincera sonrisa de mis padres, un poco asustados pero felices, pero también recuerdo a mis abuelos maternos, más tranquilos y apaciguados, felices y contentos, y desde entonces jamás me abandonaron, siempre ahí para ti, para lo que necesitaras. Crecí y me ayudaron en todo lo que pudieron y yo también colaboraba para hacerles su vida mejor. Ambos, Manuel y Tomasa, se amaban y eran muy graciosos, con mucho sentido del humor. Mi hermano Tomás y yo esperábamos en la azotea y, cuando mi abuela subía a la azotea con la cesta de la fruta, yo le quitaba un par de manzanas, una para mi hermano y otra para mí, y yo oía a mis abuelos discutiendo en la cocina por la falta de las manzanas y, cuando se lo dijimos, nos dijeron «Al Capapone», y se rieron. Bueno, esa es la primera parte de la historia, pero la segunda es muy triste. A mi abuela, que se puso muy malita, se la llevaron a casa de tía Mercedes, muy amable y servicial, con marido y una hija muy bonita, inteligente y estudiosa. Mi abuelo, que también cayó enfermo por la patada de un caballo, fue trasladado a casa de mi madre. La patada del caballo ocurrió años atrás, pero mi abuelo lo ignoró, por lo que al final pagó por su ignorancia.
Mi abuela preguntaba por el abuelo constantemente, pero él ya no podría responder porque la demencia se apoderó de él muy temprano en su enfermedad, y la separación de su esposa no le ayudó.
Después de quince años de separación, ambos se dijeron adiós, porque ambos perdieron su cordura y para nosotros la situación fue catastrófica, devastadora. Perdimos a nuestros abuelos al mismo tiempo.
José Antonio Rivero Santana
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