El «Jarrillas»

El «Jarrillas» fue un niño precioso, gordito, chatillo, obediente y simpático; se metía a la gente en el bolsillo con su sonrisa: era perfecto en todo, excepto en una cosa, su glotonería. Comía como un mulo para lo pequeño que era. Nació en 1934 y dos años más tarde empezó la Guerra. Menos mal que en el 37 llegó otro hermano y ambos mamaban a la vez, uno a cada lado de la madre.
La primera vez que conoció los mantecados no se anduvo por las ramas, se comió el colmo del lebrillo, unos dos kilos aproximadamente. Al día siguiente casi se muere; le dio un cólico cerrado y no había manera de que arrojara todo lo que engulló el día anterior. La madre se puso en camino con él, rumbo a la ciudad, para que el médico le diera algún remedio, pero con la caminata que hicieron durante 3 horas y el miedo al galeno, se le soltaron las tripas y se «cagó» hasta en su apellido.
Bien librado salió de eso, pero no escarmentó, porque en cuanto se descuidaban en la casa, se ponía morado a comer, le daba lo mismo si eran garbanzos o habas, verdes o cocidas.
La miel fue otro maravilloso descubrimiento para su goloso estómago. Las abejas, con el ruido de las bombas y el trasiego de gente que perturbaba su quehacer, abandonaron las colmenas, pero luego, pasado el fragor de las luchas fratricidas, volvieron, y con ellas la producción de miel. Un día, para el desayuno, le dio su madre una jarrilla pequeñica llena que, por supuesto, se «jaló» en un santiamén. Quedó pensativo y, al preguntarle su madre qué le pasaba, exclamó: «¡¡¡Mamá, si pudiera me comería un camión lleno de jarrillas de miel!!!». ¡Ja, ja, ja…! No tenía arreglo el zagal.