Rafalillo («Frenillo») fue destinado a un cuartel de Madrid. Como era tan ignorante que no había visto más horizonte que el de las montañas que rodeaban su aldea, pronto se le subió a la cabeza aquello de ser un soldado, y se convirtió en paladín de la Patria. Se daba más ínfulas que un ratón sobre un queso. No se sabe si porque era un «pelota» o un infeliz, que, después de jurar bandera y ante el fervor patriótico, se ganó el reconocimiento de sus superiores, que le premiaron con 15 días de permiso, pero él, poniendo la mano en el pecho, rehusó tal concesión, diciendo que su madre era su Patria y la Bandera. Al coronel le extrañó esta conducta y, sintiendo envidia del destripaterrones que se creía imprescindible, ordenó al sargento que lo «inflara» a guardias y los peores puestos de la retreta: pero Rafalillo era feliz, pues su nación se merecía todo el esfuerzo y sacrificio. En el pueblo, al enterarse de la noticia, los vecinos se reían del servilismo de aquel rastrero. Su padre, cogiendo el borrico con los serones llenos de viandas y buen vino, se puso en camino rumbo a los «madriles». Tardó 20 días, pero una noche lluviosa se presentó en el cuartel. En la oscuridad, el centinela le dio el alto pidiendo santo y seña. Al reconocer la voz de su hijo, se abalanzó a sus brazos, siendo detenido por la bayoneta calada. «¡¡Cuelpo a «tielrla»!!», gritó el Quijote cuarteril con su media lengua sujeta por el frenillo, y el labriego hubo de tumbarse boca abajo en el lodo. Rafael disparó al aire «¡A mí la guardia!», exclamaba enloquecido. «¡Rafael, hijo mío!», gemía el padre desde el suelo, «¿no me reconoces?». «¡Nada… nada… he dicho cuelpo a «tielrla» y no hay más que hablar!» Acudió el cuerpo de guardia en pleno, riéndose de los dos paletos. Rafalillo estaba erecto, presentando armas al alférez…
Continuará…
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