Este sábado, 11 de noviembre, a las 11:00 horas, se celebrará el acto conmemorativo del Remember Day o Día de la Amapola (Poppy Day) en la Parroquia de la Inmaculada, organizado por la Royal British Legion en colaboración con el Ayuntamiento de Torrevieja. Este solemne y patriótico acto de la colonia británica residente en Torrevieja, que se celebra cada 11 de noviembre a las 11:00 horas desde el año 1920 en todos los pueblos y ciudades de Gran Bretaña, está organizado por los veteranos de la Royal British Legión. Además, participarán como en ediciones anteriores veteranos de la Armada y del Ejército del Aire de Gran Bretaña, así como Policía Local y Protección de Torrevieja. Tras la misa, oficiada por el pastor de la Iglesia Anglicana en Torrevieja, se realizará una ofrenda floral en la Plaza de la Constitución en memoria de los caídos en las guerras y por el terrorismo.
La «memoria de los caídos en las guerras» es muy respetable, pero somos españoles, y los ingleses han sido nuestros enemigos ancestrales, y aún se enseñorean de nosotros manteniendo en Gibraltar la última colonia en suelo europeo, haciendo caso omiso al mandato de descolonización de la ONU y las resoluciones conexas.
Que sepan todos mis compatriotas que la superioridad inglesa en el mar durante los siglos dieciocho y diecinueve se consiguió por tres motivos: eran capaces de fundir cañones más grandes porque usaban carbón mineral en lugar de carbón vegetal, porque disponenían de la máquina de vapor para alimentar los altos hornos (en lugar de la energía hidráulica), y porque los marinos ingleses cobraban primas por matar marinos españoles (cosa indigna que jamás hicimos nosotros). En España celebramos sólo a nuestros caídos.
Como no me gusta dejar cabos sueltos, apostillo que «En 1708 el gobierno británico aprueba la «Ley Cruiser and Convoys Act» por la que se formaliza el reparto entre la dotación del dinero conseguido por el apresamiento de un buque hostil, según dice la ley «ford de better and more effectual encouragement of the Sea Service». No me cabe la menor duda que los artilleros y marinos británicos, que a fin de cuentas jugaban un papel determinante en el apresamiento sí se sintieron motivados».
Esa frase la escribe el Capitán de navío Ingeniero José Manuel Sanjurjo Jul en su ensayo «La artillería naval del siglo XVIII». Los marinos españoles peleaban hasta las últimas fuerzas y un navío español sólo era apresado cuando la mayoría de los nuestros estaban muertos o gravemente heridos. Queda todo dicho.
Se lo ilustro:
Sábado, 03 de enero de 2015, 12:00
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«El peor enemigo exterior que España tuvo en el siglo XVIII -y hubo unos cuantos- fue Inglaterra. Al afán británico porque nunca hubiese buenos gobiernos en Europa hubo que añadir su rivalidad con el imperio español, que tuvo por principal escenario el mar. Las posesiones españolas en América eran pastel codiciado, y el flujo de riquezas a través del Atlántico resultaba demasiado tentador como para no darle mordiscos. Pese a muchas señales de recuperación, España no tenía industria, apenas fabricaba nada propio y vivía de comprarlo todo con el oro y la plata que, desde las minas donde trabajaban los indios esclavizados, seguían llegando a espuertas. Y ahí estaba el punto. Muchas fortunas en la City de Londres se hicieron con lo que se le quitaba a España y sus colonias: acabamos convirtiéndonos en la bisectriz de la Bernarda, porque todos se acercaban a rapiñar. El monopolio comercial español con sus posesiones americanas era mal visto por las compañías mercantiles inglesas, que nos echaron encima a sus corsarios (ladrones autorizados por la corona), sus piratas (ladrones por cuenta propia) y sus contrabandistas. Había bofetadas para ponerse a la cola depredadora, en plan aquí quién roba el último, hasta el punto de que faltó arroz para tanto pollo. Eso, claro, engordaba a las colonias británicas en Norteamérica, cuya próspera burguesía, forrándose con lo suyo y con lo nuestro entre exterminio y exterminio de indios, empezaba a pensar ya en separarse de Inglaterra. España, aunque con los Borbones se había recuperado mucho -obras públicas, avances científicos, correos, comunicaciones- del desastre con el que se despidieron los Austrias, seguía sin levantar cabeza, pese a los intentos ilustrados por conducirla al futuro. Y ahí tuvieron su papel ministros y hombres interesantes como el marqués de la Ensenada, que, dispuesto a plantar cara a Inglaterra en el mar, reformó la Real Armada, dotándola de buenos barcos y excelentes oficiales. Aunque era tarde para devolver a España al rango de primera potencia mundial, esa política permitió que siguiéramos siendo respetables en materia naval durante lo que quedaba de siglo. Prueba de lo bien encaminado que iba Ensenada es que los ingleses no pararon de ponerle zancadillas, conspirando y sobornando hasta que lograron que el rey se lo fumigara (esto seguía siendo España, a fin de cuentas, y en Londres nos conocían hasta de lejos); y nada dice tanto a favor de ese ministro, ni es tan vergonzoso para nosotros, como la carta enviada por el embajador inglés a Londres, celebrando su caída: «Los grandes proyectos para el fomento de la Real Armada han quedado suspendidos. Ya no se construirán más buques en España». De cualquier manera, con Ensenada o sin él, nuestro XVIII fue el siglo por excelencia de la Marina española, y lo seguiría siendo hasta que todo se fue a tomar por saco en Trafalgar. El problema era que teníamos unos barcos potentes, bien construidos, y unos oficiales de élite con excelente formación científica y marina, pero escaseaban las buenas tripulaciones. El sistema de reclutamiento era infame, las pagas eran pésimas, y a los que volvían enfermos o mutilados se les condenaba a la miseria (lo mismo eso les suena). A diferencia de los marinos ingleses, que tenían primas por botines y otros beneficios, las tripulaciones españolas no veían un puto duro, y todo marinero con experiencia procuraba evitar los barcos de la Real Armada, prefiriendo la marina mercante, la pesca e incluso (igual también les suena esto) las marinas extranjeras. Lo que pasa es que, como ocurre siempre, en todo momento hubo gente con patriotismo y con agallas; y, pese a que la Administración era desastrosa y corrupta hasta echar la pota, algunos marinos notables y algunas heroicas tripulaciones protagonizaron hechos magníficos en el mar y en la tierra, sobándoles el morro a los ingleses en muchas ocasiones. Lo que, considerando el paisanaje, la bandera bajo la que servían y el poco agradecimiento de sus compatriotas, tiene doble mérito. El férreo Blas de Lezo le dio por saco al comodoro Vernon en Cartagena, Velasco se batió como un tigre en la Habana, Gálvez -héroe en Estados Unidos, desconocido en España- se inmortalizó en la toma de Pensacola, y navíos como el Glorioso supieron hacérselo pagar muy caro a los ingleses antes de arriar bandera. Hasta el gran Horacio Nelson (detalle que los historiadores británicos callan pudorosamente), se quedó manco cuando quiso tomar Tenerife por la cara, y los de allí, que aún no estaban acostumbrados al turismo, le dieron las suyas y las del pulpo».
PATENTE DE CORSO
Una historia de España (XXXVII)
ARTURO PÉREZ-REVERTE