La señorita Victorita era la clásica solterona; de edad indefinida, pero creo que pasaba de los 50. A pesar de vivir en una aldea miserable, ella cada día se pintaba los labios a lo «pancho», para hacerlos más grandes, ya que eran finos y pequeños como rosa de pitiminí: se perfilaba las cejas y usaba polvos de arroz, perfumados, de Myrurgia, que valía el sobre 2 reales y le duraba una semana. Usaba blusas de seda con vivos colores, falda negra, estrecha con abertura detrás, medias de nylon con costuras y zapatos de medio tacón. Su cabello, rubio tostado, era cuidado por ella con aceites y brillantina para que luciera brillante y bonito. Luego formaba trenzas haciéndose moños o rosquetes preciosos realzados con tupés. La familia de Victorita tenia un bar, y ella, ayudada por su hermana, era la que servía las mesas y atendía el mostrador. A pesar de ir siempre tan arreglada, jamás se le declaró ningun hombre: unos porque eran pobres labriegos y pensaban que eran poca cosa para la señorita y otros, ricos, no se iban a casar con una camarera sin fortuna propia; el negocio era de su hermana y el cuñado.
El tiempo fue pasando y también a ella se le pasó el «arroz», pero, como dice el refrán que nunca falta un roto para un descosido, un dia se presentó en la aldea un viudo rico. Compró un terreno y se hizo una casona, puso un salón para el cine y su correspondiente bar. Se enamoró de Victorita nada más verla. A la chita callando, sin que nadie advirtiera nada entre ellos, un domingo se sorprendió el pueblo cuando en la Iglesia el cura leyó «los dichos». Todos quedaron atónitos. A los 3 meses de conocerse se casaron. La señorita Victorita pasó a ser doña Victoria. Aquel amor tardío la renació y hasta parecía mas joven. ¿Qué habrá sido de ellos? En 1959 perdí su pista.
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