François Mauriac (1885-1970)
No me importa pasar el rato mirando algunos de los «shorts» que recibo por correo electrónico, para verlos cuando me lo pidan mis estados de ánimo.
Esta tarde, mientras preparaba un artículo sobre cómo escogía el escritor galo François Mauriac los temas para sus célebres novelas, se me ha entrecruzado un programa sobre la ciudad de Firenze/Florencia, cuyo esplendor es un reflejo no sólo del Renacimiento italiano, sino de la supervivencia de la Filosofía en Europa, y, rememorando mis visitas a la ciudad hace ya una cuarentena de años, me afloraron mis memorias más íntimas que, de otra manera, se habrían disipado como burbujas de aire. «Oh, soledad alegre, compañera de los tristes», comentaría Cervantes al escribir sus «Novelas ejemplares», sin permitir que sus ideas se estancaran, entremezclándose con los pensamientos. Y yo volvía a repetir el «short» sobre Florencia que me recordaba mis viajes de juventud, aunque ya no me interesaban realmente sus monumentos, sino el mundo de los sentimientos que me remontaban entonces y ahora hacia lo etéreo.
La obra de Mauriac parece un comentario a los dichos del filósofo romano Catón de Utica: «nunca se está más activo que cuando nadie te acompaña», mientras escribía su célebre novela «Thérèse Desqueyroux». Por más que la soledad resulte para muchos un tormento que les encierra en un destino sin salida, los relatos del crimen de Thérèse en la novela de Mauriac, demasiado convincentes para no ser reales, debieron ser para el novelista galo como el vértice de una soledad que se le clavaba en la memoria como un cuchillo.
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