Gabino era «pilitonto»: la boca siempre abierta, con el labio inferior caído, los hombros echados hacia delante… Andaba de puntillas, pareciendo al caminar que se iba a caer. La gente decía: «Tiene menos luces que un trillo…», pero en la escuela era el número uno. Su coeficiente intelectual destacaba de los demás, tanto que el maestro y el cura aconsejaron a los padres que le dieran estudios superiores. Al llegar la edad reglamentaria, su padre vendió dos vacas y varios cerdos y, cogiendo al muchacho del brazo, le dijo: ¡nos vamos a Salamanca para que hagas carrera! Estoy harto de ser un labriego y no quiero que tú seas un infeliz como yo. ¡Te harás abogado, para que el día de mañana tu madre y yo tengamos la vejez asegurada! El rector de la Universidad, junto con médicos y psicólogos, le hicieron un test y lo admitieron. Alquiló el padre un piso que compartían con otros estudiantes y se volvió al pueblo tranquilo. Las cartas que enviaba el estudiante denotaban su rápido aprendizaje y las notas, todas sobresalientes; incluso el rector le envió una posdata dándoles la enhorabuena por tener un hijo tan noble. Llegaron las fiestas de Navidad, Año Nuevo y Reyes, y Gabino quiso pasarlas en el pueblo con su familia, para que vieran «in situ» lo mucho que había adelantado en sus estudios. El 24, desde bien temprano, la madre se puso a preparar el pavo que había sido sacrificado tres días antes, y después de tenerlo al sereno para desbravar la carne, le inyectó coñac en la pechuga y los muslos, lo rellenó con carne picada, ciruelas pasas, trufa, un limón y trozos de manzana reineta, lo untó de manteca y… al horno en la llanda, regándolo de vez en cuando con su propio jugo. Ya asado, lo bañó con miel para darle un aspecto tan apetitoso que parecía barnizado…
Continuará…
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