El día de la Cruz, 3 de mayo en 1949, se casaban P.P. y C.C.; él con 45 años y ella 38. Hasta aquí todo normal, pero el motivo de contaros este hecho verídico es que en la noche de bodas ocurrió algo increíble. En los tiempos de Franco estaba prohibido hablar de sexo, con férrea oposición a lo que era «Mundo, demonio y carne», según la Igesia católica, por tanto, la pareja no tenía ni pajolera idea de por qué ni para qué se casaban, mas el instinto les llevó, una vez solos en la alcoba, por primera vez en su vida, a tener un sofocón, intentando lo que otras parejas hacen con naturalidad. Por la mañana, al reunirse con sus compañeros en el bar, para ir al tajo a trabajar, éstos empezaron a gastarle bromas, hasta que él, en el fondo un alma de Dios y más inocente que el asa de un cubo, les confesó: «¡Allí he dejado a mi mujer con su madre, que le está dando unas friegas de aceite en el ombligo!». Ya podéis imaginaros lo que había ocurrido; de esa manera, los hombres explicaron a P.P. en qué consistía mantener relaciones carnales con la esposa, y a ella, ruborizada como el moco de un pavo, tuvo que decirle la madre el modo. Pero, ¡anda con las mosquitas muertas! Una vez que probó «el asunto», le tomó tal afición que traía al marido más frito que el palo de un churrero. En 5 años tuvieron 4 hijos, y no hubo más porque a ella se le presentó la menopausia y no pudo seguir concibiendo. En lo de zopencos eran tal para cual, los dos iguales, pues ella contaba a las mujeres sus intimidades, mientras bordaban en los bastidores, sentadas a las puertas de las casas, en las tardes del verano, y decía, haciendo gestos significativos: ¡¡¡No creo que a mi madre, a estas alturas, se le ocurra darme friegas de aceite aquí…!!! ¡Ja, ja, ja…!
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