La última manifestación independista catalana ha vuelto a poner de actualidad, con toda su crudeza, el llamado problema catalán; un problema sobre el que don José Ortega y Gasset, en la sesión de las Cortes de 13/5/1932, en el debate a la totalidad del Estatuto de Cataluña (EL SOL, día 14), dijo: «yo sostengo que el problema catalán (…) es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar (…), es un problema perpetuo, que ha sido siempre, antes de que existiese la unidad peninsular y seguirá siendo mientras España subsista; que es un problema perpetuo y que a fuer de tal, repito, sólo se puede conllevar».
El motivo de este comentario, sin embargo, no es abundar, ni siquiera entrar, en la polémica actual, sino aludir al viejo episodio de la Unión de Armas (1626) y rebelión de Cataluña (1640), que me ha suscitado un artículo, publicado en EL SOL de 26/7/1931, con el que don Ramón Menéndez Pidal terciaba en la polémica y del que reproduzco la parte en que pide que «cuiden escrupulosamente que en este reparto de la túnica no tenga esa España del centro que elevar sus lamentos a la majestad del Poder nacional, como lo hacía abrumada bajo las magnas empresas de contrarreforma, glosando con quevedesca amargura el paternóster»: «En Navarra y Aragón/no hay quien tribute un real./Cataluña y Portugal/son de la misma opinión./Solo Castilla y León/y el noble reino Andaluz/llevan a cuestas la cruz;/Católica majestad/ten de nosotros piedad/que no te sirven los otros/así como nosotros».
Esta cita, como he dicho, llevó mi atención hacia el episodio de la «Unión de Armas», por la que Felipe IV, en 1626, planteaba que «las diferentes partes integrantes de la monarquía habían de comprometerse a proporcionar y mantener un número fijo de hombres pagados, que formarían una reserva militar común disponible para la totalidad de la monarquía. Estos cupos (…), quedaban fijados de la siguiente manera: Cataluña 16.000; Aragón 10.000; Valencia 6.000; Castilla y las Indias 44.000; Portugal 16.000; Nápoles 16.000; Sicilia 6.000; Milán 8.000; Flandes 12.000; Islas mediterráneas y del mar Océano 5.000»; petición que en la antigua Corona de Aragón se resolvió así: Valencia y Aragón la rebajaron y el Rey aceptó: de Valencia, «la propuesta de un servicio de 1.080.000 lliures (cantidad que se consideraba suficiente para mantener a 1.000 soldados durante un periodo de quince años)» y, de Aragón, su ofrecimiento de «2.000 hombres pagados durante quince años, o el equivalente para su mantenimiento en dinero» (J.H. Elliot, en su libro «El conde-duque de Olivares», Mondadori 1998).
En Barcelona, sin embargo, la cosa cursó de distinto modo: Utilizó las peculiaridades de funcionamiento de sus Cortes para obstaculizar la decisión y el Rey abandonó Barcelona sin que le hubieran votado ningún servicio. En 1632, el Rey volvió a Barcelona, pero las Cortes siguieron obstaculizando su cooperación y, en definitiva, el Principado esquivó la «Unión de Armas», que, aunque el Rey declaró oficialmente inaugurada, lo fue con su ausencia.
Pero acontecimientos posteriores como las necesidades de la guerra con Francia y el mantenimiento de un ejército en el territorio catalán llevaron a Cataluña a la rebelión abierta en 1640. Cataluña buscó pronto la protección de Francia, entonces en guerra con España y la Diputación firmó un acuerdo con Francia «por el cual permitía que barcos franceses utilizaran puertos catalanes y se comprometía a pagar el mantenimiento de 3.000 soldados que Francia enviaría a Cataluña», y el «23 de enero de 1641, el principado se situó bajo la jurisdicción del monarca de Francia». Con otra consecuencia: «los comerciantes franceses saturaron el nuevo mercado de cereales y productos manufacturados» y «las divisiones internas, endémicas en el principado, se manifestaron una vez más y Cataluña se dividió entre los partidarios de Francia y España, entre el reducido número de quienes obtuvieron cargos y oportunidades de los franceses y la gran masa de quienes rechazaban las depredaciones de los ejércitos de Francia y el predominio de sus mercaderes» (John Lynch, en su libro «Los Austrias», Crítica 2007). La aventura independentista catalana terminó con la rendición de Barcelona en 1652, aceptación de la soberanía de Felipe IV, amnistía general y promesa real de conservar las constituciones catalanas.
Y, por alusión a la rebelión comentada, es bueno traer a colación la anotación de don Manuel Azaña en su diario de 13/9/1937 («Diarios completos», Crítica, 2004), con ocasión de lo que Martínez Barrio le traslada de su conversación con Companys: «Estamos en la misma situación que en tiempos de Felipe IV. Entonces España estaba en guerra con media Europa, y con el pretexto de la guerra envió a Cataluña un ejército, que cometió muchos abusos. Cuando los nobles catalanes fueron a la Corte, creyendo que el rey les recompensaría o les agradecería sus servicios en la guerra, se encontraron con que la Corte, por la política del conde-duque, se revolvió contra Cataluña. Pero hubo alguien que no se conformó, Clarís, que se entendió con Richelieu para hacer la guerra a España. Gracias a eso, la pérdida total de las libertades de Cataluña se retrasó medio siglo, hasta el advenimiento de Felipe V». Y sigue el Sr. Azaña: «Esto le ha dicho el presidente de la Generalidad al presidente de las Cortes. Poco encubierta amenaza, y amenaza de traición». «¿Quién será ahora Richelieu?», pregunta Martínez Barrio. «Acaso Mussolini», le respondo. «Lo que ofrece poca duda es que Companys sueña con Clarís».
V. Sánchez
No es un problema perpetuo. Un problema perpetuo no deja de serlo durante 40 años. Con Franco el problema «perpetuo» dejó de serlo justo hasta que se murió. Es más, a Franco lo adoraban en Barcelona; y en Vascongada no digamos.