La madre, tan deprimida que por 2 veces tuvo que cortar la joven la cuerda de la que pendía. Para colmo de males, no había nada para comer, ni tenía noticias de su novio, Juanito Varea, ni del amigo de éste, Ismael, al que conocía por alguna foto. El trabajo escaseaba tanto que sólo a través de Falange se podían ocupar en confeccionar paracaídas y vendas, a cambio de una ración de pan y una onza de chocolate, en jornadas de 12 a 16 horas, llenas de sobresaltos y carreras hacia los refugios cada vez que sonaba la alarma de aviones.
¡Qué triste vida llevo!, pensó Victoria. Se echó a la calle, caminando junto a las dormidas casas, para entrar por la puerta escusada de la taberna y tienda de comestibles del tío Jacinto. Tuvo que echarse al gaznate 1 vaso bien «cumplido» de anisete con tal de aturdirse para aguantar los sobeteos y lametones del viejo gordo, maloliente y lascivo. A cambio del desahogo del tío marrano, ella llevaba a su casa las frutas «tocadas» que su madre saneaba cociéndolas en compota, un chusco de pan, un cuarterón de azúcar o la jícara llena de aceite. Victoria veía que en los campos sólo había miseria y desolación. De pronto, sintió miedo, impotencia… «¿¡Cuándo va a acabar esto, Dios mío!?». Una mariposa blanca revoloteó en torno a ella y luego desapareció haciendo evoluciones. «¡Si pensara que no estoy loca, yo diría que eso es el alma de mi novio, Juanito Varea!». Se estremeció, sin poder evitar llorar. Se habían criado juntos, a los 14 años se hicieron novios y ahora, a los 18, esperaban que acabara la guerra para casarse.
Continuará
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