Recuerdo que, hace bastantes años, en el día de asueto o el periodo estival, íbamos la gente al río o las charcas a pasar la jornada de descanso, cargados con la nevera portátil, llena de bebida, con cubitos de hielo; la clásica tortilla de papas, los filetes empanados y los pimientos revueltos. No se tenía dinero para ir a las playas, y mucho menos salir al extranjero. Todo nuestro salario se lo engullía el piso, el 600, las matrículas universitarias y los hijos. Pues ya veis, ¡qué ironía!, ahora que se vive mejor, aunque la gente se queja y protesta por todo, de nuevo se vuelven a ver esos apéndices neveriles resucitados, cual zombi adherido a nuestras manos. ¡A lo que hemos llegado; válgame Dios! Es lógico que miles de familias, cuyos recursos están limitados, utilicen la famosa neverita de marras, pero, cuando ves a los acomodados, con coches de alta gama, chalets individuales y negocios florecientes, sumarse a la moda del más desfavorecido y también portar el estimulador de hambre y sed a las arenas de la playa, te desmoralizas.
¡Ojalá volvieran las viejas costumbres de la buena educación, el respeto a los mayores y la convivencia entre vecinos, a los que pedías un tomate y te regalaban un cesto! ¡A levantarse los jóvenes en el metro o el autobús, para ceder el asiento a los minusválidos, ancianos y embarazadas!
Me pregunto: ¿tendría razón el señor Aznar, al decir «¡España va bien!»? Lo dudo, y, si va bien, no se nota: todo el mundo se sube al carro de la crisis, la crítica y la desaprobación.
Reflexión: Cualquier pena desbocada se frena en seco ante una sonrisa.
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