Telegrama al cielo (1)

La reverenda Madre Superiora estaba que echaba chispas, se paseaba, agitada, de un lado al otro de su despacho. En un rincón, temblando de miedo, estaba sor Piedad, que fue la que le trajo la terrible noticia: conociendo el genio de la «jefa», temía que fuera ella la que ocupase el lugar de sor Caridad y el bebé. Pero primero empecemos el relato por los cimientos, no se nos vaya a caer el tejado. A Petronila, desde bien pequeña, la metieron sus padres interna en un colegio de monjas, porque era lo que se estilaba entonces: una buena y santa educación para una joven de su categoría, abocada a recibir una fabulosa herencia, al ser hija única, por eso, en dicho convento vieron el cielo abierto, y se empezaron a relamer con sólo pensar en la dote que aportaría la chica a las arcas de la institución. Ya se encargarían ellas, con esa sutileza tan característica que las define, para hacer que la niña profesara los votos. En efecto, a los 16 años dijo que quería ser monja y a los 20 ya era sor. Aquella chiquilla no sabía nada del mundo fuera de los muros del convento. En las contadas ocasiones que iba a visitar a sus padres, estaba nerviosa e inquieta, deseosa por volver con Jesús. Como el demonio no debe de tener mucho trabajo, envió a un joven sacerdote, de 28 años, cuando sor Caridad (en el mundo Petronila), contaba 23. Cuando sus miradas se cruzaron, supieron que estaban hechos el uno para el otro, pero, ¿cómo o cuándo podrían hablar a solas? Fue don Saturio, el cura, quien resolvió la cuestión, precisamente a los ojos de todo el mundo, en el confesonario. Había detrás del presbiterio una puertecita excusada, rampa, escalera y, al fondo, como a 20m. de profundidad, un extenso pasadizo que iba desde el convento de monjas hasta el seminario; pues en ese punto de unión se encontraban por las noches, formando sus «íntimas bacanales». Descubrió la moza que era ninfómana (mire usted por dónde)…

Continuará

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