Los azotes del amo

Alvarito comía más que la orilla de un río, por eso, en los periodos en los que venían los señores de la capital a pasar sus ocios a la finca, a él se le aparecía la Virgen. Los 5 hijos del Conde tenían al muchacho como si fuera su mascota, haciéndole mil perrerías, que aguantaba con suma paciencia y una sonrisa, sabiendo que, luego, cuando los señoritos comían en el comedor principal, a Álvaro lo sentaba la cocinera en sus dominios, dándole algún que otro trozo de pollo-carne-pescado y las sobras de los señores. Alvaro se cebaba, como los cerdos de matanza, todos los veranos. Al irse los dueños, ¡hala!, a pasar hambre otra vez. Así fueron pasando los años, hasta que el hijo mayor del Conde hubo de partir, para hacer las milicias, debiendo llevar, como era preceptivo, su criado, para recibir «los azotes del amo». Don Gonzalo, el joven soldado, era muy dado al juego, mujeres y vino, así que, en todos los fregados que se metía, era el pobre Álvaro el que tenía que poner la espalda para recibir los latigazos, golpes y palos, o la cara, donde los rivales «depositan» las bofetadas. Pasados los 7 años de servicio militar, volvieron a sus casas, casándose don Gonzalo con la Srta. Rosalía, hija de los marqueses de Monctefurtia. «Esto no lo comparte conmigo el amo: sólo lo malo es para mí y los triunfos y goces para él», se decía para sí Álvaro. Una noche, viniendo ambos de una de las famosas francachelas de su señor, tropezó el caballo, tirando al jinete por las orejas, con tan mala fortuna que se desnucó con una gruesa piedra. Avisó Álvaro a doña Rosalía, y acto seguido salió de «najas» del lugar, no fuera la Ley a aplicarle la misma condena de otras veces y lo finiquitaran. Nunca más se supo de aquel avispado criado, harto de recibir los azotes que se merecía el amo.

Sé el primero en comentar

Dejar una contestacion

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.


*


*