Dado que Jesucristo, en la medida que iba predicando y anunciando la Buena Noticia, tenía más adeptos y le seguían un gran número de personas, los fariseos y concretamente Caifás, en ese año sumo sacerdote judío, procedente de los saduceos, en el reinado del Emperador Cesar Augusto, estaban muy nerviosos y temerosos de que Jesús, produjese un levantamiento o algo parecido dado su poder de reunir y convertir a sus seguidores. Fue entonces, cuando Caifás, profetizó la muerte de nuestro Señor Jesucristo, diciendo que, merecía la pena que muriese un solo hombre para salvar al pueblo, pues temían que este movimiento enfadara a Roma.
Una vez capturado y en el proceso de su juicio, San Pedro, el Apóstol más importante de los doce y posteriormente el primer Papa de la Iglesia, negó a Jesús tres veces por miedo a ser prendido también. Claro está, que lloró amargamente esta negación.
Cuando murió Jesucristo, crucificado y clavado en una cruz de madera, todos sus apóstoles y seguidores, con excepción de San Juan, que se quedó y recogió a la madre de Jesús la Virgen María en su casa, se marcharon muy desengañados y por miedo, cada uno a sus casas, pueblos y quehaceres que venían realizando antes de conocer a Jesús de Nazaret, pues, ellos, a pesar de vivir y aprender de Jesucristo, no llegaron a comprenderlo, pues, ellos creían que Él sería el salvador del pueblo judío con respecto a la dominación romana y enemigos de su pueblo. No entendieron lo que Jesús les explicaba con respecto a la salvación de los hombres, ya que Él se refería a que su salvación no era de este mundo, sino, del mudo del Padre que está en el Cielo y a quién Él obedecía, hasta incluso dando la vida por nuestra salvación, enseñándonos que Él, era el Camino, La Verdad y La Vida, pues, según sus propias palabras: «El que cree en mí cree en mi Padre que está en el Cielo y se salvará».
A los tres días de haber dado sepultura al cuerpo de Jesús, unas mujeres que iban al sepulcro con nuevas vendas y perfumes para arreglar su cuerpo, se encontraron el sepulcro vacío y dos Ángeles en sus extremos que, les preguntaron: «¿a quién buscáis, mujeres?». Y ellas, llorando, dijeron: «¿quién se ha llevado el cuerpo de nuestro Señor y donde lo han puesto?». Y los Ángeles le dijeron: «Jesús ya no está aquí, el Padre lo ha Resucitado de entre los muertos». María Magdalena, que era una de las mujeres, vio a un hombre en el huerto y le preguntó, creyendo que era el hortelano: «Señor, ¿dónde lo habéis puesto para que vayamos a vendarlo y perfumar su cuerpo?». Entonces el hombre le dijo «María» y ella lo reconoció al momento y contestó: «Maestro», y se lanzó a sus pies besándolos y llorando de alegría y Jesús le dijo: «No llores, mujer, y ve y dile a todos los nuestros que los veré en Galilea».
Jesús se apareció muchas veces a sus apóstoles e incluso, para que creyeran en Él les enseño las heridas de las manos, los pies y la del costado, de la que manó sangre y agua, comió con ellos y, en una de esas apariciones exhaló su aliento sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo», hasta que llegó el momento de marcharse al Padre y, delante de sus apóstoles, su madre y otras mujeres, se elevó al cielo hasta que lo perdieron de vista.
Tras estos acontecimientos, los apóstoles ya no se marcharon a sus casas ni a sus trabajos, pues dejaron de tener miedo alguno y se enfrentaron a todos los judíos y romanos predicando la Buena Noticia de Cristo, haciendo milagros en su Nombre y sobreviviendo a las persecuciones a que eran sometidos, encarcelados y maltratados, el hecho de haber vuelto a ver a Jesús resucitado les hizo comprender la verdadera misión y el significado de su presencia entre nosotros, pues sólo vino a enseñarnos cómo debíamos amarnos unos a otros, a perdonar y tolerar, a ayudar al prójimo y al necesitado, por eso le llamaban Maestro. Pero todo lo daban por bueno con tal de seguir hablando y predicando sobre nuestro Señor. Para no seguir extendiéndome más en este asunto, pues quiero llegar a otro punto, todos los apóstoles, excepto San Juan, murieron martirizados y ofreciendo su vida por Jesucristo nuestro Señor.
Así comenzó la Iglesia, viviendo entre comunidades donde todo era compartido y cada uno aportaba aquello de que disponía para el conjunto de la comunidad. Se reunían en las casas particulares donde celebraban la Eucaristía, en casas construidas de piedras y en la más absoluta pobreza (yo he recorrido Israel y les seguiré hablando sobre esta naciente Iglesia en próximos escritos).
Carlos García
Rusia, Méjico, Finlandia y España son unos pocos ejemplos del odio al Cristianismo desplegado por la masonería y el comunismo durante el siglo pasado.