Colectivo «Albatera, NO al Vertedero»
Decía Cicerón que dichoso no lo es nadie que viva bajo una ley tal que pueda ser asesinado proporcionando la mayor de las glorias a su asesino. Tampoco nadie que viva bajo una ley tal que pueda ser engañado, manipulado y vendido, y que todo ello quede sepultado bajo un eterno olvido o bajo una montaña de basura de un macrovertedero.
Hasta hace unos meses, teníamos un plan. Un buen plan. O lo parecía. Procedía de un lugar y un tiempo distantes. Un residuo espectral de aquellos tiempos en que, cuantos anhelaban el cambio de una manera programática, ingenua e imperdonable, subestimaban cómo el sillón de Presidente, Alcalde o Diputado, destrozaría sus ideas más nobles y las convertiría en una farsa trágica.
Y es curioso, porque tampoco ha sido necesario el transcurrir de un siglo para que muchos hayamos comprendido ya que todo lo que nos incitaba a seguir adelante era un accidente. Como si nunca hubiese habido un plan o como si hubiésemos tenido una altura espiritual o ética o moral inadecuada para el lugar en el que nos encontrábamos. No ha transcurrido un siglo, no. Apenas unos meses, unas semanas, quizás, para adivinar cuál era la hoja de ruta oficial del Consorcio de Residuos de la Vega Baja y dar fe de que, efectivamente, más que un instrumento para rectificar los errores de la inefable clase política que nos había parasitado durante años, hemos sido un instrumento de los de siempre, de ellos, de los del otro lado, de los mismos de siempre disfrazados con la pátina de la izquierda, de los que decían, con actitud paternalista «no haremos nada hasta tener claro qué es lo mejor». Lo mejor ¿para quién, señores?
Nos habían prometido una manera de hacer política con y para el ciudadano. Nos habían hablado de diálogo, de transparencia, de participación. Señora consellera, señor presidente del Consorcio, señores alcaldes, nuestros ojos sólo contemplan políticas de «tierra quemada».
Por ello, tal vez, la comprensión ya no es el fundamento sólido de nuestras decisiones, más bien la desesperación y la capitulación. La desesperación que siente quien percibe cómo se le oculta información que le atañe directamente («no desvelamos la ubicación del vertedero para no sembrar el pánico»). La desesperación de quien no se siente escuchado. La desesperación, señores, de subirse a un autobús para constatar que el pescado está vendido, que volvemos al punto de partida, a aquella angustia de hace ya más de dos años, cuando presentíamos que el macrovertedero estaba tan cerca. Con el agravante de que, ahora, la moto nos la vende quien por aquel entonces gritaba a nuestro lado «NO AL VERTEDERO».
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