Se mojó varias veces los dedos en saliva, alisó los negrísimos cabellos y, mientras hacía esto, lloraba de felicidad y la protegía del frío como si fuera un cachorrito. Allí sola, enmedio de un olivar, sin agua para asear al bebé ni para lavarse ella, sin un mal mendrugo que echarse a la boca, acostada sobre la tierra, sin más colchón ni sábanas que un puñado de hojarasca, que previamente habían recogido para tal menester. Manola pensó: «Ha nasío con la mesma miseria que Nuestro Señó, al menos eso tiene en común con Él»». Rasgó un trozo de enagua para usarla como compresa, se bajó las faldas tímida y avergonzada. Rafael la besó: «¡Grasias de nuevo, niña, y esta vez te lo digo de corasón, por esto», sus ojos se volvieron a la pequeña que tomaba su alimento del pecho de la madre. «¡Ahora, a descansar un año u dos sin tener familia!». «¿Un año u 2?», se escandalizó Manola. «Si tuvieras que parir tú, ya serían otros López». Rafael soltó una carcajada, pues para él, la llegada de cada hijo era una bendición. Se sentía feliz y optimista. «Voy a llamar a la prole». Lanzó un agudo silbido y, haciendo un ademán con la mano, de debajo de un olivo empezaron a salir muchachos corriendo. Aquello, más que una familia, parecía un colegio. Llegaron todos gritando y el padre, componiendo el gesto, muy serio, dijo: «Hijos míos, ir pasando 1 a 1 a besar a vuestra madre y hermana». «¡Una niña!», exclamaron todos, asombrados. «Sí, ya ha llegado, que está bien de tanto chico, 12 ná menos. Colocarse en orden que sus voy a ir nombrando». Se inició un movimiento entre ellos. La voz del padre dijo: «Rafaé, Ramón, Román, Roque, Romualdo, Rosauro…». Se inclinaban, siendo acariciados por la madre y con frases de cariño. Rafael siguió…
Continuará.
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