Rodolfo Carmona
Militante socialista
Cuánto me hubiera gustado decirle a Ingrid Bergman aquello de «Siempre nos quedará París». O decir socarronamente como Clark Gable en Mogambo «¿Quiere usted que lo olvide?» al preguntarle la edad al personaje interpretado por Grace Kelly. Lo hubiera dado todo por ser John Wayne en la última escena de Centauros del desierto y, fuera todas las caretas, ser Danny Zuko besando a Sandy Olsson en Grease.
Los clásicos del cine tienen una capacidad de seducción innegable, son capaces de elevar nuestros anhelos por encima de los rigores de las rutinas cotidianas y llevarlos al lugar donde los sueños son posibles. Como aquellas fantasías que en un cine de verano de los de antaño compartíamos junto al primer amor y los púberes besos fruto del deseo y la inocencia. ¡Ah! ¡El deseo y la inocencia! Supongo que lo entenderán, pero no llega a tan altas cotas nuestro aprendiz de Chapaprieta…
Leer al señor Albadalejo rebaja un tanto la seducción, he querido ser generoso, y tiene mucha menos épica que los grandes mitos del séptimo arte.
Y sin embargo, las consecuencias de vivir en el pasado sin terminar de aceptar la pérdida del gobierno municipal, aferrándose como un náufrago al madero a la deriva de una moción de censura que nunca acaba de llegar, sin darse cuenta de que el viento sopló sobre Tara y el partido popular de Torrevieja, le confiere un aire «Fin de siècle», como un personaje de Lampedusa en El Gatopardo que me resulta interesante desde un punto de vista sociológico. Lo achaco, más que a su bonhomía, a la deformación profesional. Daños colaterales de mi actual paso por la Facultad de Sociología.
Leer a Joaquín Albaladejo, decía, no deja de producirme un profundo desasosiego, como escuchar a Falete por habaneras, como un «palomas pá tós» desabrido e insincero, sobretodo impostado. Porque tanta mala hostia no puede ser verdadera.
Un desasosiego que solo me lo alivia el helado Tutii Frutii y ver una vez más los ojos insondables y violetas de Elizabeth Taylor en Gigantes.
Y no dejo de reconocerle cierta habilidad a la hora de juntar letras. Sería un magnífico escritor de necrológicas o esquelas en diarios de tirada nacional, pero lo cierto es que en su mejor versión no supera nunca la charlotada repetitiva de tópicos felizmente sobrepasados. Y en algunos casos se queda en lo que por estos lares definimos con acierto «tontás y cagás», en lo que a análisis político se refiere.
Es, para explicarme mejor, como ver a Bogart en pantalla grande enfundado en un esmoquin blanco y en chanclas color amarillo fluorescente. Se nos rompería el mito. Pues eso. Lo cierto es que el cuento político de Joaquín Albadalejo y del PP hace mucho tiempo que se nos rompió entre el cemento y los ladrillos de la burbuja inmobiliaria y las cartas de amor a un preso que nunca se fue del todo.
que bien escribes, merecio la pena trabajar de subdirector en torrevieja expres