Aún brillaban los luceros en el firmamento y ya estaba todo el mundo en pie. Los tractores rugían, produciendo explosiones en los tubos de escape: los mulos resoplaban y los brabanes, cuatrisurcos y arados chirriaban sus rejas sobre el suelo de adoquines del patio de mulas. Por todos lados se oían voces y órdenes. Al frente de los obreros, mi padre daba instrucciones a los capataces. En las enormes cocinas, Juan Díaz y la casera prendían el fuego en los hogares, colocando, sobre sólidas trébedes de hierro macizo, las descomunales ollas con las viandas, que debían estar, sin falta, a las 10 en punto en el tajo. Con tal barullo, también los niños éramos obligados a salir de la cama, para llevar el ganado a los campos. Al despuntar el alba, con los ojos cerrados de sueño, salían los animales por los verdes portones, rumbo a los pastos, seguidos de mi hermano, Ramón, Paco, mis amigos, Urbana, Juanillo, Magdalena (que años más tarde sería mi cuñada) y yo, amén de ocho perros y, como coletilla, saltando la alambrada del corral, se unía a la comitiva la pavita «Ruana». Aquella pava era para nosotros como el borrego a los legionarios, nuestra mascota, que nos seguía fiel, pero era muy lista; cuando se cansaba, se echaba en el suelo, parpando, negándose a seguir. Yo, que siempre he sido la más protestona, acababa tomándola en brazos hasta la orilla del arroyo: allí la dejaba entre cerdos, ovejas, cabras y perros para que ella también «triscara» la hierba. A las 12 en punto (hora del Ángelus) se agachaba y ponía un huevo. Magdalena, que era 4 años mayor, encendía la lumbre, y yo cogía agua del arroyo en una lata para cocer el huevo y comerlo. El ama de llaves estaba mosqueada con Ruana, porque, según ella, ya tenía un año y era hora de que pusiera, pero al tocar debajo de ella, jamás encontraba nada.
Continuará
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