A pesar de llevar toda la vida trabajando en el cortijo, nadie sabía nada de Quintana, e ignoraban si tenía familia. Era un hombre reservado, taciturno y de pocas palabras. Su trabajo consistía en ser administrador y, al igual que su personalidad, tampoco se podía definir, puesto que no administraba nada. Cuando todos los obreros dormían en el dormitorio colectivo, en más de 200 catres, él lo hacía en las dependencias de los señores, pero tampoco era rico. No trabajaba nada, y al mismo tiempo se le podía encontrar echando una mano en cualquier faena. Andaba a saltillos y siempre con la mirada baja: jamás miraba a los ojos de su interlocutor. Rostro cetrino, serio, cejijunto, cuerpo delgado y no muy alto, quizá 1’50 m. Destacaba de su aspecto gris el sedoso pelo ensortijado y su exquisita educación; se deducía que debería ser de familia opulenta, venida a menos. Cuando ocurrieron los hechos (a pesar de ser yo muy pequeña), él tenía 70 años. Siempre le habían gustado los boquerones y sardinas limpios de escamas y espinas para comérselos crudos, como si fuesen un racimo de uvas. Aquel 2 de septiembre de 1949 había género fresco en la Plaza de Abastos. Bien temprano se fue, andando los casi 10 kilómetros que había desde el cortijo hasta Antequera. En la plaza de la Acera Alta, se compró un kilo de boquerones y, por el camino de vuelta, los fue limpiando y engullendo hasta acabarlos. A media tarde dijo encontrarse indispuesto y mi madre le hizo una manzanilla. Al rato, empezó a transpirar y tener escalofríos. Ante el cariz que tomaba su salud, empezó todo el mundo a preocuparse. La casera, que tenía seis dedos y por lo visto, gracia de curar, se puso a darle masajes en el estómago y el vientre, con aceite de oliva: luego se echaba un sorbo de agua del botijo y lo espurreaba sobre el…
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