…enfermo, desde su boca. Al ver que le faltaba el resuello, lo incorporaron en la cama, poniéndole dos almohadas en la espalda. ¡Todos los esfuerzos fueron en vano! De madrugada, empeoró su estado, ardiendo de fiebre y delirando. Con el rostro transido de dolor, decía: «¡Mae… mae…!» (Madre, madre). Por la ventana abierta, entró una mariposa blanca, que revoloteó en su derredor, saliendo; en ese momento expiró. Todos decían que el bichito era el alma de su madre inmaculada que había venido a buscarlo. Las mujeres lavaron su cuerpo, lo perfumaron y amortajaron con el traje de los domingos y los zapatos de charol. Los hombres fueron a la funeraria y trajeron el ataúd en un carro. Colocaron el cuerpo sobre la caja negra, forrada de morado, en el suelo de la cocina, y sobre él un candil pendiente de la alcayata. En la otra cocina, los obreros y mujeres rezaban rosarios, velándolo. El lunes pusieron la carga fúnebre en una carreta y lo enterraron en el cementerio de Los Serretes. Buscando entre sus pertenencias, encontraron 200 pesetas dentro del colchón y sobre el vasar tres cajitas de laca china, con geishas pintadas en la porcelana. Tras tres meses de pesquisas, dieron con su sobrina, Urbana, que vivía en Loja (Granada). Cogió la joven el dinero, y las cajitas me las regaló, siguiendo el deseo de su tío, que me las había prometido (todavía las tengo, guardadas como un tesoro). Recuerdo el miedo que tenía al pasar junto al ataúd: menos mal que Antoñito el Lameas me acompañaba. Durante dos días dormí en brazos de mi madre o sobre los poyos de la cocina, y el resto de las noches no podían apagar la luz ante el pavor que sentía de aquel hombrecillo gris al que yo tanto quería y que tan bueno era conmigo.
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