Reflexionando sobre la recogida de firmas que se está llevando a cabo para que pederastas y asesinos puedan ser condenados a cadena perpetua, supongo que en un caso así, si la víctima me fuese muy cercana, lo que yo querría es matar con mis propias manos al criminal (las armas, parece ser, son símbolo de humanitarismo, porque distancian al agresor del agredido). Pero responder al daño con daño, que es lo que nos nace, si apartamos el sentimiento de venganza, no parece lo más adecuado para atajar el problema, muchas veces enraizado en el estado psicológico de esos delincuentes, sea por educación o traumas.
Precisamente, uno de los elementos esenciales del Derecho Penal es que sea la sociedad y no la víctima quien determine y aplique la respuesta que merece cada delito, para evitar el rencor. Y, aunque es evidente que una explicación a esas conductas tan abominables nunca podría justificar la asunción del riesgo de su repetición, tampoco sería justo internar a una persona en la cárcel toda su vida cuando en otro tipo de centro, quizás, podría corregir sus tendencias criminales.
Para instituir la cadena perpetua habría que modificar la Constitución, lo que me lleva a pensar que tal vez esas firmas que se están recogiendo se acaben convirtiendo en la punta de lanza que abra el camino para reformar otras cuestiones, como el sistema sucesorio de la Corona (que lo mejor sería sustituir el hereditario por el electivo) o las relaciones Estado-Comunidades Autónomas (para lo que aconsejo cantar la danza de la lluvia). Y, ya puestos, yo sugeriría otros dos cambios: la supresión del tratamiento privilegiado que recibe la Iglesia Católica en el artículo 16 y una desiderata (una más de las tantísimas incumplidas que tiene el eje jurídico de nuestra convivencia) de encaminarnos a la democracia directa, ahora que Internet nos permite a todos estar presentes en el Parlamento a la hora de votar, en lugar de la representativa, para así poder acabar con las falsedades de los partidos políticos, elemento esencial del menos malo de los sistemas, en el que los gobernantes no roban directamente por la gracia de Dios, sino siendo los elegidos y gracias a la diosa Corrupción. Amén.
Joaquín Botella García
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