Mirando al mar

Hoy, contra mi costumbre, me apeteció madrugar, con la única intención de ver cómo amanecía. Llevaba años sin tener esa satisfacción. A veces, el trabajo y los deberes sociales nos impiden disfrutar de una romántica amanecida o un ocaso multicolor. Sentada en un pétreo banco, mirando al mar, pude oír su suave marea; las olas que, dulcemente, acuden a la playa con la misma placidez que un infante succiona el seno materno.
Sobre mi cabeza, las gaviotas trazan signos en el aire, batiendo sus alas, emitiendo graznidos y dejándose llevar por las corrientes térmicas, para aterrizar sobre el picudo acantilado, donde las esperan sus ávidas crías, con los piquitos abiertos, ejercitando las incipientes alitas en demanda de comida. ¡Qué tierna escena!
El sol, al parir sus claridades en la tierra, se derrama y derrite en tonos púrpura, rosa o pajizo, asomando, tímido, sus ojillos refulgentes, abriéndose paso ente los céjales de la bruma matutina. Alguien pasó junto a mí, en alocada carrera, resoplando por el ejercicio, y me dio los buenos días, sin detenerse. Las rocas del acantilado, arrastrando su inercia nocturna, empiezan a desperezarse, sacudiéndose las nieblas, recibiendo la caricia cálida y amorosa del astro rey. ¡¡¡Qué insignificante, qué poca cosa me sentí ante la majestuosidad del Universo; qué poco sé de él: de cómo se derrama sobre nuestras cabezas y nos bendice, sin recibir a cambio compensación por ello!!! Lo único que recoge es inmundicia, gases, ruidos y maltrato. Pensé, por un momento, ¿qué pasaría si nos privaran de esas maravillas? Sin duda, nos sentiríamos huérfanos de belleza, música, susurros, amor o poesía… Me he propuesto gozar una vez más de esas sensaciones: olvidar el acartonamiento y formar parte de ese idílico paisaje; para eso estamos en la rueda del mundo, para ser engranaje o eslabón de la cadena: para algo somos el ser más perfecto creado por Dios.

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