La transparencia es algo fundamental, no sólo en el agua y el mar, sino también en la vida cotidiana. En las relaciones personales, en las empresas o en las instituciones, se debería observar como norma esencial, pero desgraciadamente no siempre es así. Todo estaría mejor si fuese claro y transparente; la opacidad no es buena, ya que puede ocultar cosas «raras».
Situarse a la cabeza de lo menos transparente a nivel nacional no es ningún honor, pero hay quien -como la vecina Orihuela- rectifica a tiempo y este año ha mejorado, superando esa deshonra y obteniendo mejor nota. Quizá también impulsada por una oposición fuerte y unida, que pide explicaciones, como debe ser, ya que no se les elige para tapar a otros, ni para recibir parabienes.
Por otra parte, siempre es saludable que la juventud reaccione, que promueva iniciativas, que busque mejorar las cosas. Ellos son el futuro y tienen el derecho, y la obligación, de intentar hacer las cosas mejor. Si no es así, ¿qué se puede esperar de una sociedad en la que los mayores -y algunos jóvenes- se han acomodado a sobrevivir en un ambiente turbio y enrarecido, sabiendo y ocultando algunas cosas, a cambio de un presente más o menos sustancioso? ¿Habrá algo más desalentador que una sociedad tan sumida en la oscuridad que, si alguien se atreve a denunciar la injusticia, le dicen que lo que debe hacer es buscarse el «enchufe» necesario y callar? Así, como suena, asumiéndolo como lo más natural del mundo.
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