A 20 km. de nuestra casa, sobre la colina, en medio del olivar, vivía una familia de lo más singular, compuesta por la abuela de 98 años, hija, yerno y 11 nietos. La casita, de dos plantas, tenía un extenso corral lleno de gallinas, pavos y patos. La familia dependía del cortijo y estaba asignada al guarda jurado. La señorita, como le llaman por allí a las dueñas de grandes mansiones, los visitaba de vez en cuando, y, dado su buen corazón, les llevaba telas para hacer ropa a los niños y vestir las camas, pero siempre, sin falta, le daba a la abuela un billete de 20 duros para sus cosas. Ni que decir tiene que, cuando veían subir por el camino la carroza de la señorita, todo el mundo se ponía en marcha para explotar el cuento. La nieta mayor nos relataba por las noches, en las tertulias, lo que hacían para recibir el «donativo»: «Mi hermano Paco siempre estaba vigilando el cortijo y, al ver salir el carro, empezaba a tocar un silbato. Mi madre se desgreña, a mis hermanos les pone ropa vieja y las alpargatas rotas, mi hermano Luis corre a avisar a mi abuela, que deja los pavos en el campo y viene a meterse a la cama, arroparse y empezar a tiritar como si estuviera enferma. Mi madre le da en las orejas hollín disuelto en agua y polvos de arroz en la cara, que parece una calavera. Al llegar la señora, mi abuela empieza a suspirar y quejarse, diciendo, con su boca desdentada: “¡¡Zeñorita, dezta no zargo!!”, y la buena mujer le mete el billete enrollado en la mano: “Tome abuela, mañana vaya usted al médico”. Una vez ida la visita, mi madre destapa a la abuela y… ¡Hala, a guardar los pavos!». Los gañanes y el resto del personal gozábamos con esas historietas reales, ¿o fingidas?
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