Aunque estamos inmersos en la vorágine que nos marca la vida, a veces, hemos de retornar al pasado, que no fue grato para nosotros. No quisiéramos mirar atrás y mucho menos vivir experiencias desagradables que dejan su huella en el alma, como un estigma igneo, pero, circunstancias adversas nos obligan a unir aquel tiempo con éste, en extraño maridaje, cual yedra rastrera e invasiva.
Pero, bueno, dejemos la filosofía barata, que no es lo mío y vayamos a la cuestión; debo dejaros por unos días, para retornar a Madrid, por causas particulares que nada tienen que ver con mi vida aquí. A la vuelta ya os contaré todo lo que se pueda decir sin herir sentimientos de nadie ni lanzar a los cuatro vientos problemas ajenos. Sólo os diré que os llevo en el corazón, y que, al hacer la maleta, lo primero que puse fue mi amor por este pueblo, mi agradecimiento por todo lo que me quieren y tratan, y la ilusión de estar de nuevo aquí, estática y presente para disfrutar de esta tierra, mar, sol y gentes nobles.
No es un ¡adiós!, sino un ¡hasta pronto!. Mientras, el tren me alejará, con su monotonía, por esas estepas que pasan raudas, y sin darnos cuenta, ya estamos en el destino.
Distinto será este viaje al que realicé en 1959, desde Andalucía a la capital de España; entonces tomabas el convoy a las 8 de la mañana y llegabas 24 horas después. Se oían chirridos por todas partes, y el paso lento, nos dejaba contemplar el paisaje y deleitarnos viendo a los cabreros con sus rebaños, los gañanes en las tareas agrícolas, las gentes de los pueblos por donde pasaba, paseando con niños de la mano: ancianos sentados en sillas de anea al sol y una caterva de chiquillos y perros, unos tirando guijarros contra las ventanillas y otros ladrando. Este viaje, estoy segura, no será igual gracias al progreso.
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