Rifando sandías

«¡Azandía, niñá; rifo ezta azandía, resién cogía!». Así vociferaba Carmen, recorriendo la calle del pueblo, con una gran sandía atada sobre un carrito, del que tiraba. Iba de casa en casa, con tiras de papel azul, cada una tenía 10 números y valía una peseta, pero era en el bar donde más papeletas vendía, porque los hombres, cuando se les calienta el paladar, no miran por el dinero.
Casi siempre le tocaba la sandía a uno de mis hermanos, tanto que la gente empezó a mosquearse, pensando que había tongo, y, claro que lo había, pues Carmen, que era madre de once hijos, venía todos los fines de semana a mi casa a lavar la ropa, y allí comían todos. Luego se llevaba una talega llena de garbanzos, tocino y chorizos, y 4 panes redondos, ¿cómo no iba a hacer trampa, si comía toda la familia de su sudor y de lo que mi madre les daba? Pero Carmen era muy lista y de vez en cuando hacía que la suerte recayera en otras personas, si no, perdía clientela.
La aldea se componía de chozas y cabañas de barro, madera y hojas de lata: la única calle era un camino de tierra, con huellas de carros y cascos de caballo, lodoso, resbaladizo, lleno de fango e intransitable en invierno; en verano era polvoriento.
El bar de Caro, que estaba en el centro del pueblo, tenía una terraza con más de 20 metros de ancho y todas las tardes, a las 3, Magdalena, su dueña, salía con un cubo, echando agua con la mano, como si regara las macetas, barría, limpiaba mesas y sillas, porque a las 5 venían los hombres a echar las partidas. Allí volvía a aparecer Carmen, pero esta vez era una docena de huevos lo que rifaba y la tira valía 2 pesetas.
¡¡Añoranzas por los años 50 y un pueblecito de la España rural, perdido en la provincia de Málaga, a varios km. de Antequera. ¿Vivirá Carmen todavía? ¡No lo sé!