Apenas salido del seminario, casi un chiquito, Don Julián fue destinado a hacerse cargo de la parroquia del pueblo. El joven era bastante alto, casi 2 metros, y, aunque no era guapo, sí que tenía cierto atractivo y gran poder de oratoria, tanto que tenía a sus feligreses, mientras decía el sermón, con la boca abierta, oyendo con avidez sus palabras sobre los Evangelios y parábolas de Jesús. La iglesia no se cerraba nunca, ni de noche ni de día. Allí se tiraban las beatas las horas muertas, haciéndose cruces y musitando jaculatorias, con el único fin de ver pasar de vez en cuando a Don Julián y observar de reojo su recogimiento ante el Altar Mayor; lo que más hacían era confesar, para oír la melodiosa voz junto a sus viejos oídos. Entre aquella caterva de ancianas ociosas, aparecía como rosa entre riscos la cara de Encarna, tocada con velo negro de encaje y complementada con rosario y devocionario, ¡pero ella no rezaba ni leía, sino que sus ojos parecían comerse al hombre, puesto que, para ella, él no era un ministro de Dios; era carne apetitosa para su lujuria de solterona! Cuando Don Julián entraba en el confesionario, era la primera en arrodillarse y exclamar: «¡Ave María Purisima!». Le contaba pecados imaginados y no reales. A través de ellos se revelaba sutilmente su deseo insatisfecho por él, pero chocaba con el sólido muro del celibato e indiferencia sexual. Eso la exasperaba, y pasaban los días sin que él se dignara a mirarla nada más que como a una hija en Cristo. Viendo su indiferencia, por las noches, a solas en su alcoba, aparte de practicar onanismo con el pensamiento puesto en aquel amor sin sentido, maquinaba formas para hacerle reaccionar…
Continuará
Kartaojal
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