La matanza (II)

Los lomos, aliñados y cortados en trozos, se freían; luego se ponian en orzas de barro bien cubiertos de grasa: lo mismo se hacía con los hígados y chicharrones en trozos o molidos. En sal gorda eran colocados los jamones, paletillas, hojas de tocino, morro, huesos de espinazo, oreja, rabo, corazón y a los 6 meses se revisaban los jamones, sacando el resto de la sal. Se pinchaba una aguja de madera junto al hueso del jamón, se olía y el experto sabía el punto de sazón, tapando de nuevo los jamones y paletillas con una enorme tabla y gruesas piedras de cantera. En el invierno, para el cocido, judías o lentejas, se ponía de noche en remojo un trozo de morro, oreja o lo que fuera, para desalarlo, cociéndolo al día siguiente con los garbanzos y un trozo de gallina. ¡Qué caldos más ricos hacía mi madre!
Yo lo pasaba fatal ante los gritos de los cerdos. Mi escapatoria era subir en la bici e irme al pueblo a casa de mi cuñada, Dolores. Lo malo es que ella acudía a ayudar en mi casa y yo me quedaba deambulando por la aldea, calculando el tiempo que tardarían en matar a los 30 cerdos y recibir la contestación del veterinario… Ése era el momento en que debía regresar para limpiar tripas con los otros niños. Muchas veces me despertaba de noche con pesadillas, creyendo oír los gritos de los animales, buscando refugio en la cama de mis padres. Mi madre me hacía un huequecito y me dormía en sus brazos, que parecían de seda.
El encargado de tan desagrable tarea era «Pepe Periana», que viajaba de cortijo en cortijo cargado con sus herramientas de trabajo, largos cuchillos, estiletes, puntillas, grafios… A fuer de hacer siempre lo mismo, estaba insensibilizado, pero para mí era muy doloroso, luego de haberlos visto nacer, llevarlos al campo, cuidarlos mientras los engordaban, verlos así, destripados e inertes. La vida es así, unos mueren para que otros coman.

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