Lunes
Desde el primer momento que puse los pies dentro del ascensor del edificio municipal, sentí, al igual que uno de los personajes del gran escritor, Eduardo Mendoza, que me iban a restregar un algodón empapado en alcohol por el culo y me introducirían un gran aguijón húmedo.
Mi preocupación y mi nerviosismo crecían por momentos; cómo había osado bajar a los submundos literarios de la política local, en forma de artículos de opinión y en un periódico lleno de «bolcheviques», «comunistas», «conspiradores», «Trotskistas», «Maoístas», «rojos de m…» y «maricones», y, lo que todavía era aún peor, verme a solas con él, en aquel ascensor.
Martes
Mi enculamiento era algo inminente, y así me lo había hecho saber mi buen y amable informador.
El aire estaba enrarecido y su mirada pétrea, inquisidora y torquemadiana me heló el alma y paralizó mi respiración. El olor que desprendía, entre brillantina y loción facial para después del afeitado (Barón Dandy) me hizo pensar que en el fondo sólo era un hortera al acecho. Al acecho de vidas ajenas, al acecho del progreso y la modernidad, al acecho de la felicidad de los demás.
Miércoles
Las puertas del ascensor se abrieron en la segunda planta del edificio público, y entonces vi cómo mis peores presagios se iban a cumplir ante la mirada de aquel individuo. Un negro fornido, lustroso y cubierto con un taparrabos de lamé, como el que describe Mendoza en su novela, se acerco a mí, tanteó mis glúteos y dijo con palmario sarcasmo:
«Yo soy aquel negrito del África tropical // y te voy a demostrar las múltiples cualidades de éste producto sin par».
Jueves
Lo primero que oí al recobrar la conciencia fue al Policía Local de guardia en el edificio público que decía:
«Tranquilícese, no pasa nada, ha estado usted delirando en el ascensor, ya hemos dado aviso al SAMU». «¿Y el negro? ¿Y el individuo?», pregunté.
«No hay tal negro, no existe ningún individuo, ya le he dicho que ha estado usted delirando».
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