José Manuel Martínez Andreu
Pepe el Gato recorría las calles de Torrevieja junto con otros muchachos después del estruendoso bombardeo aquel 25 de agosto de 1938. Corrían alocados y aterrorizados. Sus corazones les latían en la boca, se les salían a borbotones. Cuenta Pepe que cuando pasó por delante de los escombros aún humeantes de una de las casas bombardeadas oyó como un maullido. En realidad era un llanto, el de una niña. Se acercó a aquel montón de piedras de sepultura y de entre ellas pudo sacar a Carmen, de 2 años de edad, cubierta por completo de sangre. Carmen fue la única superviviente de esa casa maldita. Su madre, Ángeles, y sus dos hermanos, Manuel de 11 meses y Ángeles de 10 años, estaban muertos, destrozados por la bomba italiana. Rafael, su otro hermano, no estaba en ese momento en la casa, había salido y se salvó de la tumba de piedras y metralla. Hubo 19 muertes, y los cuerpos de las 19 víctimas del bombardeo de los Saboya italianos fueron alineados en las tapias del cementerio, expuestos en una fila macabra y trágica. Este relato es el que me
contó José Montesinos Torregrosa, Pepe el Gato, cuando en Las Salinas era encargado del puerto, y es curioso cómo todavía, 74 años después, sigue habiendo reticencias a la hora de contar lo sucedido aquel día de agosto, como si aún permanecieran esos escombros humeantes, pero los peores, los más pesados, los del miedo.
Tengo que reconocer que siempre me he preguntado cómo puede un hombre, al mando de un avión, en la lejanía de la altura, soltar el lastre de muerte, de drama y de tragedia que transporta, así, sin más. No veo respuesta alguna. Los hombres somos capaces de las mayores atrocidades. Pero, ¿qué pensó aquel 25 de agosto, en la costa torrevejense, ese piloto italiano, cuando accionó la palanca que soltó el artefacto mortal? ¿Supo del drama que causó? ¿Supo que su bomba mató a una madre y a sus dos hijos? ¿Le atormentó el recuerdo durante toda su vida, o pudo seguir viviendo, tener hijos, cantar y bailar, reír y llorar, amar y ser amado? No creo que lo sepamos nunca. Ese hombre, ese aviador asesino, ha tenido el refugio del anonimato, el del olvido, pero las víctimas no han tenido el del recuerdo. Todavía algunas personas me comentan, jóvenes en su mayoría, que desconocían la historia del bombardeo de la aviación fascista del año 1938 sobre la población civil de Torrevieja y sus consecuencias.
Es hora de conseguir que Torrevieja, en su calidad de municipio autónomo y democrático, cumpla con el obligado reconocimiento de este hecho ocurrido hace 74 años y no sólo por su justicia (y no hablo de la que tuvo que existir para condenar a los culpables del acto de terrorismo), sino por vergüenza y dignidad. Es incomprensible que todavía estemos así, convirtiéndonos todos en cómplices del silencio y en víctimas del olvido. Recuerdo todavía cómo, en un debate plenario, el entonces alcalde me mandó a la calle Concordia a buscar el homenaje, en un acto de cinismo cruel. Malditos.
Rafael y Carmen vivieron sin su madre y sin sus dos hermanos al cuidado de la abuela Magdalena. Quedaron todos marcados por la tragedia. El dolor nunca se acabó; es como una lápida pesada que cubre todos los recuerdos, una pesadilla que nunca acaba y que vuelve a la memoria y atiza el corazón, una y otra vez, sin misericordia. Carmen tiene una cicatriz en el cuello, la de la metralla, la de la bomba maldita que le rozó la garganta. Pero tiene otra, más profunda, la de la pena y el recuerdo. Y es que mi madre, Carmen, a sus 76 años, aunque ahora le falle la memoria, alguna vez llora, y escucho como un maullido, y yo la rescato con un beso de la profundidad de sus escombros invisibles.
Víctimas inocentes las hubo entre los civiles de los dos lados. Los españoles ya hemos pasado página de aquello. En política no todo vale.