Lagarto, lagarto

Cuando se habla de culebras, siempre se dice: «Lagarto, lagarto, como vengas a mi casa esta noche, te mato». Pues bien, yo hoy me voy a permitir tratar ese tema en este artículo… Recuerdo que tenía 14 años, y cada día iba a la compra, desde la finca al pueblo, a traerle a mi madre lo más necesario. A veces llevaba la bici y otras, metía una bolsa dentro de la otra, y, ya llenas, me colocaba una en cada mano para equilibrar el peso y que no sufriera la columna. El día en cuestión que nos ocupa, me encaminaba andando. De pronto, oí un siseo detrás de mí, pero con esa tontería que tenemos las niñas a esa edad, pensé que era un chico que me chistaba y me hice la interesante. Ya me parecía extraño que no hablara y me giré en redondo; cuál no sería mi asombro al ver una pequeña víbora que reptaba tratando de morderme el tobillo. Como no tenía nada con qué defenderme, empecé a darle «bolsazos», pero ella trataba de trepar sobre las bolsas y picarme en la mano. Una de las veces, se conoce que le di de lleno y ella, con esa inteligencia que tienen los animales, se dio cuenta de que yo era más fuerte y se dejó caer desde la cuneta al campo, tratando de camuflarse entre los surcos de la tierra, y ése fue su error, ya que la seguí y, tomando unos cantos, empecé a apedrearla, dándole en el lomo, la cola y por fin la cabeza quedando KO. Vi un palo y, con mucha precaución por si se estaba haciendo la muerta, que suele ser un truco en ellas para saltar sobre su víctima en un descuido, le hundí la cabeza con el palo, pero la tierra era blanda, así que la llevé con el palo hasta una piedra grande y allí le machaqué su triangular cabecita, la ensarté en el palo y la llevé hasta el pueblo como si fuese un trofeo de guerra, y así era porque se trataba de su vida o de la mía, se la arrojé a las gallinas que picoteaban el estiércol y fue visto y no visto lo que tardaron en comérsela.

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