El parto fue largo y doloroso, desde las 15 h. hasta las 23 h., pero al fin salió aquella cosita pequeña y renegrida que, en poco tiempo, se puso guapísima. Parecía una gitanilla morena, pelo negro, ojitos chispeantes y siempre sonriendo y haciendo gorgoritos. Se crió entre tíos, primos y abuelos, siendo el juquete de la casa y la niña consentida, hasta que a los 3 años nació su hermanita, que llegó para destronarla, pero aquí cambiaron las tornas, ya que el parto tuvo algo excepcional (como el de las burras): nació a los 10 meses y medio. La pequeña debió de tragar liquido amniótico y se crió debilucha y delicada. A los 7 años empezaron a salirle en la espalda unos grandes forúnculos, dolorosos y hediondos. La madre se trasladó con ella al hospital de Málaga, dejando a la mayor al cuidado del padre y la familia, por espacio de 6 meses, en los que los doctores sajaron y analizaron los lobanillos, determinando que eran corpúsculos en la sangre, que estaba infectada, dándole un brebaje a base de bardana, y con ese tratamiento se le limpió el torrente sanguíneo, y la enviaron de vuelta a casa, pero nunca tuvo la fuerza y vitalidad de la mayor. A los 3 años justos llegó al fin el tan deseado niño: era fuerte y alegre como la mayor, espabilado y cariñoso, muy adelantado para su edad; a los 6 meses tenía los 4 dientes delanteros y a los 10 empezó a mantenerse de pie, sin apenas caerse, y hablaba algunas palabras. La madre se sentía satisfecha con la mayor, el pequeño y preocupada y siempre vigilante con la mediana, pero como dice el refrán, qué poco dura la alegría en casa del pobre, el destino le tenía reservada una sorpresa a aquella bendita mujer; su esposo tuvo un tremendo accidente al volcarse el carro que conducía, pillándole un brazo que tuvieron que amputarle, y a los pocos días, al niño, que era un sol radiante, le dio un ataque de poliomielitis que le dejó una pierna muerta. Ella sollozaba: «¡Ay, el dolor de los hijos!».
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