No entiendo cómo Inés y Sofía desaparecieron del campamento, en plena noche, sin que nadie se diera cuenta. Los maestros y monitores dieron la alarma, llamando a la Guardia Civil y a los familiares de las chicas, de 15 y 16 años respectivamente. Todos se movilizaron, e incluso perros y helicópteros. La búsqueda resultó nula, a pesar de preguntar en los caseríos, pastores y labriegos. Las niñas llevaban consigo cantimploras llenas de agua, trozos de pan y queso, más una lona lo suficienmente larga para taparlas a las dos. Solo tenían la intención de pasar el resto de la noche a la intemperie, recorrer la cordillera de día y al anochecer volver al campamento. Hacia las 6 de la mañana se desarrolló una enorme tormenta, con gran aparato eléctrico, obligándolas a buscar refugio en una cueva. Andando por su interior salieron al otro lado de la montaña, viendo con desolación que estaban perdidas. Ante su vista se extendía una espléndida pradera, cruzada en sentido perpendicular por un alegre arroyuelo. Los pájaros piaban desde las copas de los árboles; en tierra corrían y jugueteaban lindos conejitos, perdices, codornices y algún que otro ánade que se zambullía en las aguas ¡Aquel panorama parecia irreal! Allí encontraron frutas, agua para bañarse y beber, paz y tranquilidad. Por espacio de 3 días se olvidaron del mundo para disfrutar aquella gloria: luego, pensaron en sus familias, maestros y compañeros. Volvieron a internarse en la cueva y la sorpresa fue al salir, que no sabían si ir a derechas o izquierdas. Fue Sofía, que había estudiado geografía, la que le dijo a Inés cómo ponerse para orientarse: «¡Los brazos en cruz, mirada hacia donde sale el sol, Este, Oeste a nuestra espalda: Brazo izquierdo Norte y derecho, Sur». La regañina fue tremenda, pero el bello recuerdo vivido perduró para siempre.
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