Carlitos y su mundo derrumbado (II)

Monté en la bici y fui al prado del tío Manasás, que me deja segar alfalfa, recoger cerrajas, almirones, algarroba y lo que se tercie, para los conejos. Llené bien prieto el saco, para tener también por la tarde. Los conejos, al ser roedores, están todo el día rumiando y les pongo yerba por las mañanas temprano y por las tardes. Ya acabadas las tareas, así, remolón, fuíme a la escuela. La ‘seño’ tuvo que llamarme la atención. Dijome: «Estás hoy muy disperso». No sé qué quería decir con eso, pero pedí perdón por si acaso y le dije que mi cabeza estaba, como las golondrinas, errante y volando sobre la mar, oteando el barco de mi padre. «Lo comprendo, hijo», pero aflojó la atención sobre mí para dedicarse a los otros niños. Al mediodía comimos patatas guisadas, viudas, que a madre le salen bordadas; ella echóse la siesta y yo me fui debajo del castaño con el trompo (peonza), mientras pasaban las horas. Allí veo venir a mi madre con varias vecinas, todas esposas o madres de marineros, con sus caras lavadas, bien peinadas, unos toques de agua-colonia y sus mandiles nuevos. Dentro de un rato estará aquí todo el pueblo. «¡Madre! ¿Qué me traerá padre esta vez?». «Hijo, sólo piensas en los regalos y el mejor es él mismo, que vuelva sano y salvo». Callé la boca, no fuera a darme un pescozón por hablar demasiado. Recordé aquellos vasos color miel con incrustaciones doradas, que talmente parecían de oro y que nos trajo de un viaje a los caladeros de Marruecos. Por lo visto, allí toman el té con menta en esos vasos; ahora sólo sirven para adornar el vasar del comedor. Madre dice que el té es para los ingleses o los chinos, que en España tomamos café, como Dios manda.

Continuará

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