Carlitos y su mundo derrumbado (III)

Allá ella con sus ideas, pero aunque yo «achante la mui», sigo pensando que los vasos son preciosos. ¿Qué es esta algarabía? Tan abstraido estoy que no me he percatado de que ya aparece el Santa Engracia a todo trapo, que se están realizando las maniobras de atraque… Acaban de arrojar las maromas los del barco, y los que están en el muelle las pasan sobre las noras, para afianzar el costado de estribor al dique. ¡Ya bajan los «lobos marinos»! Entre ellos busco y corro de un lado para otro, preguntando, anhelante: ¿Dónde está Jacinto? ¿Y mi padre, que no lo veo? Ellos me miran con ojos tristes y vuelven el rostro para otro lado. No se por qué esos gestos me dan mala espina, y se me hace un pellizco en el estómago. A pesar de estar prohibido, me escabullo entre el gentío y llego hasta el capitán. Tiene gesto serio: me mira con sus profundos ojos, en cuyo fondo creo ver una lágrima oculta. «Muchacho», me dice «que no te vean las mujeres llorar… ¡Tu padre ha muerto! Desde hoy tú serás el hombre de la casa. Tienes en mi barco el puesto de grumete, que era la ilusión de tu padre, que algún día ocuparás su lugar. Sé que ése es tu sueño, asi que hablaré con tu madre, que me firme unos papeles consintiendo en ello». «Está bien, capitán», acerté a decir, sin pedir explicaciones, ¿¡para qué!? Él no está ya en este mundo, y para mí, precisamente, ese mismo mundo se ha derrumbado para siempre. Toda la gente abandonó el muelle, incluso mi madre, queriendo respetar mi dolor. Yo me senté sobre el malecón y sollocé, a solas. «¡¡¡Padre… Padreeeeeeeeeeee!!!».

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