Cuando Lucía tenía 3 años, nació su hermano Jaime: un niño robusto y risueño, que, con el paso de los años, se convirtió en un Adonis. Al hecho de ser simpático y amable se sumó su guapura, tanto que las mozas suspiraban por él y se lo comían con los ojos. Los hermanos eran uña y carne; cada uno decía del otro que era su mejor amigo, contándose confidencias y guardando secretos. Jaime era el rey de los bailes y saraos. Bailaba tan bien que le pusieron de mote «Jaime Boleros». No se quedaba atrás Lucía: ambos hacían una pareja magnífica, a los que la gente aplaudía al terminar sus danzas. Lucía se hizo novia de Evaristo Morales, hijo del alcalde del pueblo, y en poco tiempo se casaron, pasando su hermano a otro escalafón de sus sentimientos, además, el marido tenía celos del cuñado (qué tontería), pero hay hombres tan mezquinos que ven cosas donde no las hay. Cierto día, cuando el joven tenía 19 años, fue llamado a filas, para combatir en el frente de Alhucemas. Al partir, también el alma de la hermana quedó desgarrada. Al acudir, con el marido, a los bailes, echaba de menos al Boleros. Evaristo se sentaba en las banquetas de la barra a beber y ella permanecía muda a su lado, viendo cómo se embriagaba, sufriendo la vergüenza de verle luego ir por la calle de un lado a otro, y ser violada en su hogar por aquel hombre, beodo y maloliente. Fueron muchas las lágrimas que derramó de humillación e impotencia; sufría de tal forma que pedía a Dios la muerte, antes que sufrir aquel tormento. El golpe peor de su vida fue la noticia de la muerte de su hermano, que, por lo visto, al ir a darle fuego para el cigarrillo a un hombre que se lo pidió, éste le apuñaló por la espalda, matándolo en el acto. Ella odió aquella guerra que le robaba lo que más quería y, sin pensárselo dos veces, se refugió en un convento, hasta el fin de sus días.
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