Concluyó todo aquel tinglado y los recién casados se trasladaron a su nueva casa, en las afueras de la capital; un chalet grande con terreno y cobertizos, que seguramente había costado un dineral, pero, ¿qué importaba? Para algo estaba el padre prisionero. Era el chivo expiatorio de varios delitos, cometidos por muchas personas y sólo a él fueron achacados. Aquella tela de araña se encargó de que a su familia no les faltara de nada y vivieran a cuerpo de rey, a cambio de su silencio, o, como se diría en el argot mafioso, «la ley de la omertá». Lola rebosaba felicidad por todos los poros de su cuerpo; se había casado con el hombre de su vida, al que conocía desde chica: su parentesco de primos los había unido desde la infancia, y ahora, su sueño se hacía realidad.
Al día siguiente vinieron a casa de la suegra, que, en cuanto la vio con gafas oscuras, una muñequera y cojeando, se imaginó el resto, saliendo de su pecho un sollozo, mientras abrazaba a su sobrina-nuera: «¿¡Qué han hecho contigo, golondrinita mía!?». Lola miró a su marido, apretó los dientes y exclamó: «Mamá, me caí por la escalera. Apenas sí conozco la nueva casa, pisé en falso y estoy toda llena de hematomas y heridas». «¡Sí, hija mía», dijo aquella abnegada y sufrida mujer, «a mí también me pasó lo mismo cuando me casé con tu suegro. Es la forma que tienen los hombres de nuestra raza, marcar el territorio, como los lobos!». En 5 años tuvo Lola 4 hijos y palizas a diario, mientras a su maltratador se le veía por las noches en los pubs, cada día con una chica nueva. Lola se fue deteriorando y empezó a engordar, porque encontraba consuelo a sus males de esa forma. Un día, cuando menos se lo esperaba nadie, apareció colgada en un cobertizo de su chalet. ¿Suicidio? ¿Asesinato? ¡Nunca se supo!
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