La abuela cegata

La abuela siempre se estaba quejando -como casi todos los viejos-. Últimamente le dio por decir que se estaba quedando sorda y ciega. ¡Sí… Sí! Cómetela de vista. Oía más que una tísica y su vista se podía igualar a las de las águilas culebreras. Con la edad se volvía muy descuidada con su aseo; se rascaba tanto la cabeza como las piernas con la misma navaja con la que cortaba el pan, y, la verdad, a la familia le daba asco, pero por respeto no le decían nada, hasta que un nieto cortó una rama, y, con mucha paciencia, mientras guardaba el rebaño de ovejas en el campo, fue tallando aquella vara, haciéndole en la punta una especie de manita, con 3 dedos, y así ella podía rascarse sin esfuerzo, pues el palo era largo y llegaba a sus piernas o espalda. Rosarillo, la nieta pequeña, que era muy graciosa, muchas veces le decía, cuando la vieja se quejaba de la ceguera: «Abu, las que no ven son las gallinitas ciegas del estiércol»; cosa que hacía que aquella mujer se enojara tirándole a los pies lo que tuviera a su alcance, pero la niña saltaba y ella se ponía frenética, al no acertar en el blanco. Rosarillo se tiznó la cara con el culo de la sartén y se colocó cerca de la anciana». «Hija», le dijo, «tienes tizne en la cara». «Si yo creí que usted no veía». «¡Y es verdad que veo poco, pero no estoy ciega del todo!». Aquel cálido día del otoño, sentóse la vieja a la sombra del nogal. Dentro de la casa hacía mucho calor, pero en aquel lugar corría una ligera brisa reconfortante. Ella se durmió; mientras, se presentó una nube oscura que descargó un chaparrón, calando hasta los huesos a la durmiente. En 2 días murió de una pulmonía. Fue entonces cuando todos empezaron a añorar sus quejas y extrañar su presencia.

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